lunes, 21 de febrero de 2011

Un mantel oloroso a pólvora

Un mantel oloroso a pólvora : Miguel Ángel Andrade Rivera

Los dominios de Rodolfo Herrero

1. La suerte de Elías Álvarez
Delfino extendió un latigazo por encima de las mulas que se confundió con un golpe metálico. El arado se atascó –pensó. Volvió a soltar un golpe de látigo pero las mulas no pudieron avanzar, estaban exhaustas, el arado y el sol de mediodía pesaban igual que una sentencia de muerte. Intrigado, fue a revisar el hierro; éste se había atorado en una argolla de metal. Quiso jalarla para saber qué cosa era, pero su esfuerzo fue en vano. Supersticioso, como todos los de su raza, hizo la señal de la cruz recordando aquella tarde cuando había señalado el arco iris y su abuela le ordenó que se chupara el dedo para evitar la maldición en forma de gangrena; luego desenganchó los animales, los amarró bajo la sombra de unos árboles, después se fue al pueblo para avisar a su compadre.
Se apresuró a cruzar el puente colgante de más de sesenta metros de largo que lo separaba del poblado. Abajo, sonaba el río Necaxa acomodando piedras en su cauce. Las chicharras castigaban el aire con sonidos metálicos. Como dardos calientes los rayos del sol caían sobre la tierra. El día anterior, Delfino había comenzado a trabajar el terreno de “La vega”, propiedad de Elías Álvarez, un rico ganadero de Chicontla. Se había comprometido a terminar pronto la faena, don Elías iba a ser su compadre y no podía fallarle, además estaba ahorrando para celebrar el bautizo de su primogénito nacido el día de la Candelaria. Cuando giró para empezar un nuevo surco se había topado con esa argolla de metal; había avanzado en su tarea, sólo faltaba barbechar el frente de las ruinas donde hacía mucho tiempo se habían levantado unas casas de mampostería. Decían los ancianos que en esa parte del potrero se habían construido las siete casas que dieron origen al nombre del pueblo: Chicontla, del vocablo náhuatl chicome calli, que significaba siete casas.
Por causas desconocidas, el pueblo empezó a formarse del otro lado del río. Las ruinas tenían su historia y Delfino iba pensando, mientras su cuerpo se bamboleaba en el puente, por qué los ancestros habían abandonado esta planicie llena de pasto y árboles de cedro, donde se combinaban el cultivo de maíz, chile y frijol.
Elías Álvarez cepillaba su caballo cuando llegó Delfino, con el alma en la boca le contó lo sucedido; ambos salieron corriendo, el amo en el caballo, el mozo a pie, como era costumbre que lo hicieran los totonacos.
Del surco revuelto emergía un aro de bronce. Elías metió las manos y pudo palpar la redondez de las monedas mezcladas con la tierra pero supo disimular su emoción. Amarrándose un pañuelo en la cara, balbuceó:


−Son unas monedas pero vamos a esperar que se le vayan los malos olores para que no nos haga daño. Si el tesoro no es para nosotros se puede convertir en carbón. ¡Échale un poco de tierra encima y venimos mañana a sacarlo!
−Sí, patrón.
−Le avisaré al cura para que venga a echarle agua bendita.
−Como usté diga.
−No se te ocurra contarle a nadie, ni a tu mujer, me entendiste. Yo te voy a recompensar, vamos a hacer una fiesta para el bautizo de tu hijo.
−Sí, patrón.

Esa noche, armado de pico y pala, Elías Álvarez fue solo a rescatar el tesoro; luego de cavar se dio cuenta que era una paila chica llena de monedas de oro. Se colocó la linterna en la boca, algo sacó de su morral, ahí fue echando las monedas con la delicadeza de un prestamista. Al principio iba contándolas una por una, calculaba su peso, reconocía su redondez, mordisqueó algunas sin saber por qué, pero el temblor de sus manos hizo que perdiera la cuenta. Se levantó acalambrado, desanudó el bulto que había sacado del morral y apagó su lámpara de mano. En la noche esplendorosa se escuchaba cómo alguien arrastraba la tierra con la pala y, a lo lejos, el río acomodando piedras en su cauce.
Desandando el camino de regreso, Elías soportaba el peso de tanta felicidad. Sobre el puente, a la mitad del río, se detuvo un momento, luego se oyó el chasquido de un cuerpo rompiendo la superficie del agua.

Delfino no pudo dormir, se revolcaba en el petate como un gusano herido. Le acercó la pierna a su mujer pero ella estaba en cuarentena, terminó rechazándolo. Soñó con el rey que convertía en oro todo lo que tocaba. Vasos de oro, platos de oro, anillos de oro, peces de oro… Al cantar los gallos despertó sobresaltado ¿Peces de oro? Qué sueño tan raro he tenido. Salió de su jacal, quiso correr hacia el potrero pero se arrepintió y fue directo a la casa de su amo.
−Compadrito, ya es hora.
Abriendo la puerta se asomó don Elías, tenía el dedo índice enfrente de los labios.
−No grites, que vas a despertar a todos. Pasa a sentarte.
−Ya amaneció, compadre, ya es hora de ir a “La vega”.
−Mira, anoche hablé con el padre pero no quiso acompañarnos porque iba a salir a muy temprano a visitar un enfermo, me dijo que eso es cosa del diablo, que él no se mete. Y tú sabes que yo soy respetuoso de la palabra de Dios –dijo levantando la mano como un cura durante su sermón.
−Pero usté dijo que hoy íbamos a…
−Sí, eso dije ayer –contestó interrumpiéndolo, se acomodó en su silla.
−Entonces, ¿qué vamos a hacer?
−Vamos a esperar que regrese el padrecito. Además, con la carrera de ayer me volvieron a molestar las reumas –explicó sobando con sus manos una de sus pantorrillas−. No puedo ni caminar.



−Pero si alguien se da cuenta nos van a ganar…
−Ya te dije que no vamos a hacer nada sin el padre, sin que nos amparemos con su santa presencia.
−Pero yo puedo ir a ver qué pasó –volvió a insistir.
−¡Ah, cómo molestas! No vas a ir a ningún lado sin que yo te lo ordene −dijo levantando la voz−. En este momento vas a la iglesia y ahí esperas al padre hasta que regrese. ¡Entendiste!
−Sí, señor.
−Órale, vete a echar pulgas a otra parte −dijo tomándolo del brazo y lo llevó a la puerta.
Delfino en lugar de ir a la iglesia, fue al potrero, donde habían dejado la razón de su insomnio. Grande fue su sorpresa al llegar al lugar: sólo encontró cenizas sobre tierra revuelta. Todavía con el desconsuelo apretando su garganta regresó al pueblo para dar la noticia.
Le contó lo sucedido a su patrón, quien mientras lo escuchaba seguía con sus labores cotidianas en la tienda: en el lugar donde estaban las monedas sólo vio tierra yerma cubierta de ceniza y unos mechones chamuscados que olían a azufre y las huellas de unos chivos...
−¡Te lo dije! Tú tuviste la culpa por ir solo, pero ya no te preocupes; yo soy hombre de palabra, vamos a celebrar el bautizo de tu hijo.
Don Elías dejó de embolsar los kilos de azúcar que necesitaba, algunas gentes preferían ese endulzante para su café que la tradicional panela extraída de la caña de azúcar. Caminó hacia una habitación contigua; regresó y le extendió a Delfino unos billetes envueltos en papel de estraza. El mozo los recibió con las manos abiertas.
−Vete ya y no le platiques nada a mi comadre; dile que te hice un préstamo para chapear “La Vega”. Con eso cómprale unas naguas y una ropita para el niño.
−Sí, compadre.
−Le vamos a celebrar una fiesta a mi ahijado matando unos marranos. Por los gastos no te preocupes, yo invito.
−Dios se lo pague compadre.
−Ándale, ándale, que te vaya bien. Ya después hacemos cuentas.

A los tres días se celebró una gran fiesta: El bautizo del niño a quien pusieron por nombre Candelario. A la comida fue invitado el general Rodolfo Herrero y su Estado Mayor.

Un mantel oloroso a pólvora

martes, 15 de febrero de 2011

Los gritos del silencio

POSTALES

Un tren de ausencias
embiste al horizonte.

Llanos sin fin.
Montañas almendradas.
Durmientes que sueñan
con caballos de acero.

Avanza una carreta
rechinando sus ejes.
Como luna de octubre
se ilumina la boca de una anciana.

La quietud del campo
es rota por un arado,
verdugo de caballos.

Despacio abochornados
conquistando el camino de regreso
encienden sus pezuñas los borregos.