
11. Esta muerte es de mal agüero
Enterado de que el general Herrero había llegado a Chicontla, Panchito Cabrera, motivado por la curiosidad, se paseaba enfrente de la casa de Leoncio Rivera donde estaba hospedado. Se escucharon las campanadas llamando a misa de seis. El sol apenas enviaba como embajadora a una aurora rosada.
En una casa cercana se escuchaba el batir de palmas preparando el itacate. Montado en su mula, naciendo de la calle, un jinete llamaba a su perro con un silbido largo.
¿Qué estará pasando? - pensaba - ¿por qué nos mandaron llamar tan temprano? ¿Acaso tendremos que salir a algún lado? La curiosidad le picaba como una gusanera. Al caminar pensativo estuvo a punto de pisar una caca de perro. ¡Pinche perro cochino, no pudo hacer su porquería en otro lado.
Cuando se abrió la puerta de la casa se acomodó el sombrero. Era el primero que llegaba. Ahora sí podría saludar al general herrero a su gusto; pero el que se asomó fue Leoncio, quien lo saludó agitando la mano. Pronto volvió a meterse y Panchito se sintió desilusionado. Este cabrón me va a volver a presumir de su amistad con el general.
Rodolfo Herrero salió de la casa poniéndose el sombrero como era su costumbre, sus hombres lo estaban esperando. Caminó hasta la mitad de la calle, ellos se desprendieron del mercado, que era una construcción rectangular con pilares cuadrados de piedra labrada y techo de teja. Esa era una de las obras iniciadas por el general en la región; había mandado construir caminos empedrados, puentes, escuelas, fuentes y algunos palacios como el de Patla, por eso la gente lo quería y lo respetaba.
−¡Buenos días, muchachos!
−¡Buenos días, señor! −contestaron a coro.
−Los mandé llamar porque me han dado una encomienda. Me dicen que el Presidente de la República viene cabalgando por el rumbo de Tlapacoya y es probable que pase por aquí. Lo acompaña un grupo de militares, entre ellos viene el general Mariel. Debemos estar pendientes para apoyarlos en todo lo que necesiten. Miguel y César se encargarán de organizarlos para montar las guardias. Cualquier información que tengan me la harán llegar de inmediato. ¿Entendieron?
Sin esperar respuesta, dio media vuelta y se metió a la casa. Desde ahí escuchó las órdenes de su lugarteniente.
−¡Pancho y Andrés se suben a la torre de la iglesia; no olviden la largavistas! ¡Eugenio, escoge a cinco y te vas a vigilar el Paso de Chila; llévate caballos de refuerzo para avisar en caso de emergencia!
De inmediato la gente empezó a movilizarse.
−César, el coronel me pidió que junto con el “Güero” te vayas a Patla y estés pendiente. Mandas otros que vigilen desde el cerro.
Confirmada la ruta del patriarca por sus dominios, Rodolfo Herrero giró instrucciones para que fueran a pescar a las pozas cercanas a su rancho en Progreso, con el ánimo de preparar un caldo de pescado al mandatario. Leoncio comisionó a Lázaro para que cumpliera la instrucción. Comprometieron a una docena de pescadores; por ser un buen nadador se le pidió a Delfino que se integrara al grupo.
Salieron a las cuatro de la mañana de Chicontla; a las seis estaban arribando a las pozas de “La víbora”. Se encendieron fogatas en la orilla, mientras se preparaba la operación: a una piedra plana se le amarraba una “macilla”, que era un cohete muy potente y con la mecha encendida se arrojaba al centro de la poza. La detonación ocurría dentro del agua y, por el estruendo, los peces morían o quedaban atontados. Entonces los pescadores más experimentados se sumergían cuatro o cinco metros de profundidad y recogían los peces que quedaban muertos en el fondo del lecho pedregoso. Otros, se apostaban en la cintura del vado atrapando a los peces que eran arrastrados por la corriente.
Como una jauría de perros acuáticos, lo peces moribundos trataban de escapar corriente abajo, boqueando ansiosos para conseguir oxígeno. Unos eran capturados con las manos, otros, con morrales y arrojados a la orilla donde los apilaban en costales.
Como los demás pescadores se sumergían al fondo de las frías aguas y emergían con tres pescados, dos en las manos y uno en la boca, Delfino pensó en imitarlos. Subió a una roca, se tiró al agua, bajó hasta el fondo, tomó un pescado, se lo metió a la boca, y trató de tomar otros dos con las manos. Con los pies, se impulsó desde el fondo, pero el pez que había mordido quiso soltarse de sus dientes y se le incrustó en la garganta; desesperado, Delfino trató de sacarlo de su boca, pero fue inútil y empezó a tragar agua; vino pronto la asfixia. Su cuerpo fue descubierto flotando como un tronco macabro. Se suspendió la pesca. Todos regresaron en silencio a Chicontla.
−¡Esta muerte es de mal agüero! −dijo Lázaro arrastrando la pena con los pies.
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