
10. El destino de Rosita
Leoncio escuchaba el rumor del otro cuerpo moviéndose en la cama; su compadre Rodolfo tampoco dormía, la expectación los mantenía despiertos. ¿Qué hacer en esta encrucijada? ¿Cómo ejecutar una orden sin contravenir el orden constitucional del país? ¿Por qué les habían ordenado a ellos tomar ese riesgo? Quería dormir, era desesperante no hacerlo, entonces empezó a pensar en esas pomas rosas que cortaba de niño y eso le trajo el aroma del pelo de Rosita y su recuerdo empezó a llegar con la noche de insomnio:
Rosa tenía diecisiete años, había nacido en un rancho cercano a Zacatlán. Su vida era una historia parecida a la de muchas mujeres que vivieron la época revolucionaria; uno de los hombres del general Herrero apodado “Bigotes” la había raptado aprovechando que la tropa entró a una ranchería buscando zapatistas. Se la trajo a la fuerza, como era la costumbre; ella se defendió cuando la subieron al caballo para separarla de su madre. Dicen que el muchacho tuvo que batallar muy duro para doblegarla porque se defendió como gata boca arriba. Con el paso de los días descubrió el fuego de la pasión cada vez que se revolcaban en la cama y, sin pensarlo, empezó a querer al hombre que la rapto de su hogar. Se le incendiaron las mejillas, sus ojos brillaban de una manera distinta, se le veía contenta. Poco a poco se aferró a ese hombre que la hacía sentir mujer y que era lo único que tenía a su lado en ese pueblo olvidado de Veracruz. Huérfana de padre, había crecido sola, su hermano mayor había muerto en un asalto al tren en la estación de Beristaín. Su destino estaba marcado por la tragedia pues una bala perdida que surgió de una pugna entre borrachos, en Coyutla, le arrebató la vida del muchacho cuyo nombre había maldecido para siempre. Eso le habían dicho, así lo habían contado; nadie le dijo que la bala había salido de la pistola asesina de Hermilo Herrero.
Sepultó al “Bigotes”, luego la muchacha se fue del pueblo y regresó con su madre para aposentarse en una casa que le había sido donada por el general Herrero en Chicontla. Se volvió huraña y sombría; ahora, los hombres la miraban con una lujuria de perros que siguen a sus hembras. Herminio Márquez también la pretendía, pero por una extraña razón siempre lo rechazó; después le dijo a Leoncio que Herminio tenía una mirada malévola, cuando la cortejaba sentía una mala vibra, una especie de mal augurio en su futuro y que ella ya no quería perder a otro hombre en pleitos de cantina.
Esa noche, Leoncio la esperaba en la penumbra. Lanzó una pequeña piedra a la casa de tejamaniles y esperó con los nervios crispándole las manos. La noche encendía su reinado, los perros ladraban a lo lejos; apenas se escuchaba el rumor del río que acomodaba piedras en su cauce. Se abrió una puerta: Rosita parecía una mañana enmedio de la noche. Descalza, caminó despacio; la tela de la bata dibujaba sus formas.
−Te esperaba −dijo y se abrazó a su cuerpo. Toda ella temblaba de emoción.
−Rosa, Rosita, rosario de mis penas −contestó atrayéndola con fuerza.
Se besaron como locos, con una furia contenida desde el momento que se vieron en la plaza del pueblo. Ese día sus miradas coincidieron un instante; él cortaba un pedazo de carne, atrás pendía la res sacrificada; a cómo está la maciza preguntó con sus ojos de ardilla, palpitantes, encendidos. Tenía el pelo suelto de color arena, los ojos cafés y la boca sensual, algunos lunares en el cuello resaltaban en la piel blanquísima. Turbado, solo alcanzó a decirle a como tú digas, mi reina. Ella engalanó la mañana con la luz de sus ojos, se encaminó al mercado y lo dejó perplejo.
Ya no hacían faltas palabras esa noche. Se besaron con la furia del agua que corre en una gruta. Sus manos, hábiles con los cuchillos, asediaron la cintura perfecta. Una escaló despacio hasta tocar su pecho, caracola marina que se abría al paso del molusco. Buscó el cuello y su lengua recorrió ese espacio destinado a la luna. Ella se estremecía, con las uñas castigaba su espalda. Sin pensarlo, bajó una mano hasta tocar los muslos. Ella se resistía, pero su cuerpo agradeció el intento y abrió las piernas con una invitación a la aventura. Como peces ansiosos, sus dedos subieron y bajaron, lentos, pausados, febriles, en su sexo alborotado; con un quejido de hembra atormentada desbordó sus aguas en el vasto continente del deseo. La sintió húmeda, agitada, con deseos de posesión, mientras a él le crecía un animal embravecido en medio de las piernas.
De espaldas, agachada, ella se apoyó en unas piedras. Marcado por la urgencia, él se acopló a su cuerpo hasta que ambos encontraron el ritmo del deseo. Ella se abrió a su paso como el Mar Rojo a la orden de Moisés. Entraba, salía, entraba, salía. Avanzaba, arremetía, era un hombre ansioso que buscaba la tierra prometida. Luego vino una explosión, una comunión donde el pan era carne y el vino un flujo de líquidos calientes. El mar los alcanzaba, los cubría con sus aguas. Atrás quedaba el páramo desértico, la sed insatisfecha, adelante se alzaban los oasis y el fin de la jornada. Pronto llegó el silencio, la respiración entrecortada, la vuelta al mundo real.
−Soy una pecadora, −dijo ella levantándose− pero no importa que me vaya al infierno.
Urgida de calor, buscó las ramas de sus brazos para sentirse nido. La torre de la iglesia se reflejaba al fondo iluminada por una luna cómplice.
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