martes, 28 de junio de 2011

Un mantel oloroso a pólvora


7. Leoncio Rivera estaba pensativo

Leoncio Rivera estaba pensativo. Su compadre Rodolfo comentó sobre el plan, pero tenía miedo al pensar en el asunto: Participar en la encomienda era un riesgo, como tomar entre sus manos una navaja de dos filos; en el acto, podía ser herido de bala o morir en el intento; en lo futuro, su nombre y su apellido podrían ser vilipendiados por la Historia. Otra vez reflexionó metódicamente la propuesta y los antecedentes: "¿Porqué querían acabar con el viejo? ¿Quién era Bonillas allá en México? ¿Qué hacía el coronel Cárdenas en Coyutla? Con la muerte del viejo, ¿se acabarían los logros de la Constitución? ¿El nuevo Presidente sería un militar o un civil? Y si lograran consumar el atentado, ¿qué pasaría con los prisioneros? ¿Qué pasaría con los participantes después del atentado? ¿El alto mando militar cumpliría con sus promesas? ¿Obregón cumpliría su palabra? ¿Y si el telegrama fuera falso?"

PRESUNTO TELEGRAMA QUE RECIBIO ALBERTO BASAVE Y PIÑA:
"Tengo informes de que por esos rumbos va don Venustiano Carranza con una escasa comitiva. Atáquelo y aniquílelo, que es el único obstáculo que hay para la completa pacificación de la República.
Muy afectuosamente. Álvaro Obregón."

Leoncio Rivera estaba pensativo. Era un soldado irregular que en sus tiempos libres se dedicaba al campo, a la venta de carne de res, por eso no entendía la manera de conceptuar la política de los altos niveles, donde los militares siempre tomaban las decisiones importantes. "Y cómo no –pensó− si los últimos diez años el país se ha desangrado por las constantes luchas de los grupos militares para conseguir el poder. Desde que Madero le hizo un hueco a la soberbia de don Porfirio, luego las hazañas del Centauro, hasta la sublevación de Zapata contra el carrancismo. ¿Cuántos muertos yacían enterrados en el campo mexicano? ¿Cuántos despojos se habían quedado colgados de las ramas de los árboles? ¿Cuántas viudas y huérfanos deambulaban como perros sin dueño? Y ese Zapata, no me dijeron en Coyutla que Carranza lo había mandado matar, que el viejo tenía las manos manchadas de la sangre de Emiliano. Entonces, digo, el que a hierro mata, a hierro muere”.

Esta era una situación de emergencia, parecida a la de 1919, cuando lo mandaron como espía a Tulancingo, querían saber cómo se movía el enemigo, cuántos hombres eran, cuántos pertrechos, si era verdad lo de las ametralladoras, pensó dándole vueltas a las ideas en su cabeza. Esa ocasión lo habían mandado como si fuera un comprador de mulas, le dieron dinero suficiente para aparentar riqueza, advirtiéndole que si lo descubrían no se harían responsables de su suerte. Lo enviaron por indicaciones del mayor Aarón Valderrábano, confiando en su buena estrella y un salvoconducto como único documento por escrito. Él guardaba el papel, ya maltratado:
Ejército Nacional
BATALLON
Brigada. 15
1ª. Compañía.
A las Autoridades Militares y Civiles, a quienes fuere presentado el portador C. Leoncio Rivera, se les suplica guarden toda clase de consideraciones y le den garantías que fueren necesarias y que la Ley otorga.
CONSTITUCIÓN Y REFORMAS.
Villa Juárez, Puebla, junio 20 de 1919.
El Mayor.
Aarón Valderrábano

Igual que muchos revolucionarios, Leoncio Rivera había bailado al son que le tocaron. Fue maderista, villista y carrancista, hasta que en su camino se aparecieron dos senderos. Águila o sol. Él estuvo en Coyutla, la reunión fue secreta, la orden clara: matar a un hombre.
La luz del quinqué reflejaba su sombra en la pared. Era la sombra de un hombre abatido por el miedo. Sus temores habían vuelto a escaparse de la caja de Pandora. Tan grande es el miedo a lo desconocido que logra paralizar al más valiente. "Uno puede morirse en la batalla combatiendo con otros. Ahí se lucha para sobrevivir. Pero emboscar a alguien que representa un símbolo es otra cosa. El Presidente es como el himno o la bandera. No puede uno cagarse en la bandera y fumarse un cigarro, chingao”. Pero se repitió que era un soldado y, por lo tanto, un militar sólo obedece órdenes. Quiso matar a los demonios que habitaban en su mente, secarlos y salar la carne de sus cuerpos. Así, de paseo por su memoria, fue buscando el origen de sus miedos:
Era una noche en que se podía oler el aroma de los jobos en el aire nocturno y se sorprendió al mirar, a la luz de su lámpara de mano, grupos de zopilotes en los árboles que marcan el lindero del camino a Patla; desconcertado de ver tanto animal acechándolo con sus ojos saltones caminaba despacio, de pronto, sintió que el suelo se hundía bajo su peso y algo viscoso se atoraba en una de sus botas, bajó lentamente el haz de luz y un grito salió de su garganta: la panza abierta de un caballo muerto yacía con las tripas picoteadas. Un erizo de miedo se acomodó en su pelo y atrincheró sus púas matándolo de miedo, ya no paró de correr hasta llegar al pueblo.

O esa mañana, cuando le avisaron que unos villistas le estaban robando su ganado y fue al potrero y se encontró con la muerte en forma de emboscada. Escuchó el tronido de los rifles: las balas de un 30-30 lo persiguieron como avispas, mientras corría en zigzag para salvar su vida. Cuando llegó a su casa, preso de un temblor incontenible, dio gracias a la Virgen por el milagro de traerlo con vida, pues su sarape venía perforado por las balas y sólo una había alcanzado a anidarse en su espalda.

Recordaba atemorizado esa noche que venía pleno de disfrutar los amores de Rosita, cuando al pasar por un costado de la iglesia un animal enorme se le paró en dos patas, dos veces le ladró escupiendo un fuego demoniaco, lo aterrorizó con su mirada fiera, lo hizo recular como si fuera hembra hasta que el miedo se le secó en la boca. Cerró los ojos como no creyendo; el animal amenazó morderlo. "Cruz, cruz, que se vaya el diablo y venga Jesús" dijo haciendo la señal milagrosa y el maldito desapareció al conjuro del nombre del Señor. Cuando por fin apaciguó sus ansias y pudo controlar el potro desbocado que le corría en el pecho por temor al nagual, se dio cuenta del tamaño de su miedo: había orinado sus calzones.

Ahora estaba ahí, anclado en otra isla de temores. Solo, sin nadie en quien confiar en este mundo; pero en el otro cuarto, en el contiguo, descansaba su compadre Rodolfo Herrero. "En buena hora ha venido a sonsacarme", sonrió irónicamente. Sopló sobre el quinqué. Empezó a recordar cómo había conocido a su compadre.

Un mantel oloroso a pólvora

6. Ya somos carrancistas

Con el sopor de la tarde causando estragos, los invitados departían bajo las sombras de unas jacarandas. Era un patio amplio, había árboles frutales de naranja, limones y anonas; del lado derecho, paralelo al arroyo que corría de norte a sur, estaban los macheros, donde acomodaban hasta veinte animales, entre mulas y caballos. Al norte se alzaba la casa principal, con amplias paredes de piedra y techo de tejas. La tienda daba a la calle que llegaba al centro del poblado, era la más surtida en abarrotes. Hasta ella llegaban comerciantes de San Pedro Tlaolantongo, Encinal, Coamaxalco, Patla y Coyutla para adquirir sus mercancías, pues don Elías compraba al por mayor en Villa Juárez, valiéndose de una recua de doce mulas. Al poniente se alzaban tres chozas sencillas que eran ocupadas por los criados y el caporal.
La fiesta estaba poniéndose de ambiente. Los señores tomaban cerveza, los criados, refino. El general Rodolfo Herrero era el centro de la plática; estaba contando su rendición ante el general Mariel en Xicotepec:
—Había que decidirse. Los constitucionalistas habían ganado batallas y ciudades importantes. El círculo se cerraba alrededor de Carranza y en esta vida hay que estar con los ganadores. La política es una suerte de simulación. Los militares no somos políticos, pero tenemos el derecho de estar donde más nos conviene. Así que hoy ya somos carrancistas, mañana quién sabe. ¡Salud!
−¡Salud, general!

Empezaba a pardear la tarde en Chicontla, el calor aminoraba. El alcohol ya había cobrado sus primeras víctimas. Por el acceso trasero de la construcción apareció la figura de un jinete, los perros lo recibieron con una andanada de ladridos. El hombre se acercó quitándose el sombrero:
—Señor, el general Alberto Basave y Piña lo busca en Coyutla. Dice que es urgente platicar con usted. Son órdenes del alto mando.
—Pero qué pasa; hubo alguna desgracia?
—No, señor, pero dice que debe hablar personalmente con usted. Lo acompañaban dos soldados; parece que es urgente.
—Entonces vamos a despedirnos para salir en este momento. ¡Miguel, que el clarín de las órdenes de botasilla!
—Sí, señor, a la orden!
—¡Leoncio, que traigan mi caballo!
La salida intempestiva del general Herrero y de sus hombres no influyó en el ánimo de la fiesta, los vecinos estaban acostumbrados a este tipo de partidas.
—¡Salud, compadre, brindemos por Candelario!

Un mantel oloroso a pólvora

5. Un improvisado cirujano

En la casa de Elías Álvarez reinaba el desorden. La niña, recostada en un catre, se quejaba. El general se agachó para revisarle la pierna: un pedazo de hueso astillado se asomaba entre las carnes. La chiquilla, mirando la herida, gritaba asustada.
—Necesito agua hervida, señora, — ordenó—.¡ Y ustedes, súbanla con cuidado al mostrador! ¡Miguel, dame el botiquín que traes en el caballo!
—Sí, señor.
Recostada sobre una cobija que habían puesto en el mostrador, la niña abría sus ojos espantada como una lagartija.
—¿Cómo te llamas, pequeña?
—Margarita —dijo sollozando.
—No te preocupes, Margarita, te vamos a curar pero te va a doler un poquito. Mira, vas a morder este pañuelo, si te duele, me levantas la mano. ¿Me entendiste?
—Sí, sí, pero no me vaya a cortar la pierna —suplicó.
—No te preocupes.

Habían traído agua caliente en una palangana y unas toallas. El general se lavó las manos, luego abrió su maletín y sacó unos frascos con polvos, ungüento y vendas.
—¡Ahora sí! —dijo enérgico—¡ Agárrenla con fuerza de los brazos y piernas y no la suelten! ¡Margarita, muerde fuerte el pañuelo!
Al contacto de la gasa con el agua caliente sobre su piel, la niña dio un alarido y perdió el conocimiento.
—Mejor así, —murmuró el improvisado cirujano—. A ver si puedo colocar el hueso. Sería una lástima que esta muchachita no vuelva a caminar como Dios manda.
Luego se dio a la tarea de acomodar en su lugar la tibia fracturada. Sus manos buscaban afanosamente como embonar una parte del hueso con la otra; varias mujeres miraban la escena con ojos de tristeza.
—Una vez, −comentó el general −así curé a un becerro que se había quebrado una pata, pero luego se puso muy triste y tuvimos que matarlo… ¡Oiga, señorita, no se espante! la niña va a quedar bien, mejor busque unas tablitas para inmovilizarla.
El esfuerzo y el calor de la tarde lo hacían sudar; con su pañuelo se limpiaba la frente. Cuando comprendió que había terminado y los pedazos de hueso parecían encajados, comenzó a colocar las vendas con cuidado. El anfitrión, lo mismo que las mujeres, lo veían admirados.
—No creí que supiera curar este tipo de fracturas, general. Yo sabía que sacaba muelas, pero esto es más complicado.
—Así es don Elías, en esta vida hay que saber de todo, por eso tomé un curso por correspondencia —dijo a manera de broma—.
−¡Ah, que mi general!
−Tengo también unos venenos de víbora que son muy buenos para curar enfermedades.
−¡Venga, le invito una cerveza! Vamos a brindar por el éxito de la operación.
−Vamos! Mi asistente se encargará de entablillarla.
Los dos caminaron hacia el patio. Al pasar por la cocina vieron a la abuela tostando café en un comal, consternada. Ya le habían dicho lo que causó su momento de cólera. Rodolfo se le acercó, estimaba a esa señora pues era madre de Leoncio y varias veces había comido en su casa.
—No se preocupe, señora Nicolasa, la niña va a quedar bien —exclamó el general a manera de consuelo−. Consiga un manojo de hojas de chotomitillo y lo pone a hervir; luego lava la herida con cuidado, eso le ayudará a cicatrizar.

Un mantel oloroso a pólvora

4. Hermilo Herrero

Todo había sucedido el año anterior, en el mes de noviembre, cuando se celebraba la fiesta en honor de San Andrés, el patrono de Coyutla, en la que el coronel Hermilo había perdido dinero apostando en las carreras de caballos y traía un humor de los mil diablos. Para tranquilizarse tomaba unas cervezas, en una esquina de la plaza de armas, su cantina preferida; pero llegó el “Bigotes” muy contento de haber ganado la última carrera, esa en la que el coronel Herrero había perdido sus ganancias por culpa de un caballo tordillo.
—Esta tarde yo invito, señores. Cervezas para todos −había dicho el “Bigotes”.
Era un muchachito, de unos dieciocho años; sin ninguna experiencia como bebedor a las tres cervezas se andaba cayendo entre las mesas. Le apodaban Bigotes porque siendo niño se había pintado unos bigotes largos para parecerse a Emiliano Zapata; a los dieciséis años, obligado por las circunstancias de miseria, se unió a sus fuerzas y combatió a su lado, pero huyó de Morelos cuando los hombres de Guajardo traicionaron al líder agrarista pues había pena de muerte para todos los que lo hubieran apoyado.
—Aquí no hay nadie que le gane a mi caballo −decía con los ojos revoloteándole en la cara.
Hermilo lo miraba de reojo y escupía la tierra apisonada con esa expresión que le nacía cuando la ira lo quemaba por dentro.
—¡Alguien que le diga a ese muchacho que se calle, ya me está haciendo encabronar! −gritó de pronto.
—No le haga caso, coronel, ya está borracho. ¡Ahorita lo sacamos!
Pero nadie se movió para callarlo, todos los asistentes eran gente de confianza del coronel, así que nadie desconfiaba.
El muchacho se acercó a la mesa de Hermilo con un cartón de cervezas.
—No se enoje, mi coronel. Su caballo perdió ante un buen caballo. Y del jinete, pos ya mejor no hablo. Yo soy tan buen amansador como lo era mi general Zapata.
—Ya cállate muchacho, que estás diciendo disparates.
—No, coronel, yo le gané en buena lid a su caballo, sin trampas, y no me voy a callar. Mejor tómese una cerveza conmigo.
El muchacho movió la mano izquierda para tomar una cerveza del cartón y echó hacia atrás la derecha buscando su navaja para destaparla, pero Hermilo se levantó bruscamente y, sacando su pistola, le disparó dos tiros en el vientre. El estruendo se confundió con los cohetes. El muchacho lo miró sin entender, con una mirada de niño asustado. La cerveza resbaló de su mano, se fue de bruces sobre la mesa. Unas monedas rodaron por el suelo con sonido macabro.
—Ustedes son testigos, fue en defensa propia −dijo Hermilo con un tono que no admitía réplica−. ¡Este muchacho pendejo me quiso madrugar!
El Bigotes no llevaba pistola, la había dejado encargada en una tienda para poder montar el caballo en la carrera. Nadie dijo nada, todos se retiraron en silencio. La navaja brillaba en el suelo como una luna mala.
Cuando el general se enteró del suceso, fue a buscar a Hermilo que estaba en el potrero; le habló en un tono despiadado:
—¡Nomás no te fusilo porque eres mi hermano!—dijo colérico, luego le dio la espalda y clavó las espuelas al caballo.
Hermilo echaba lumbre por los ojos, se le secó la boca y arrojaba escupitajos en el suelo, luego los aplastaba con la punta de las botas:
−¡Todo por culpa de ese pinche muchacho!
Hermilo era muy parecido a su hermano mayor pero más alto y más fornido. Su mirada era dura y su rostro tenía un gesto como si estuviera enojado; el mentón cuadrado, el bigote abundante con las puntas hacia abajo, la patilla recortada, las orejas grandes, le asomaba una onda de su pelo castaño debajo del sombrero texano. Siempre vestía bien acicalado, su pistola al lado y en la hebilla de su cinturón resaltaban las tres letras (HHH) de su nombre. Pero su carácter lo diferenciaba de su hermano: era colérico, explosivo, frío, sanguinario, desconfiado, siempre enemigo de las normas y de la autoridad. Solo toleraba la autoridad de Rodolfo, sin embargo, era muy complaciente y cariñoso con sus dos hermanas menores: Consuelo y Elisa.
Hermilo siempre andaba custodiado por sus hombres: Abelardo Lima, asesino y sanguinario, fiel como un perro con su amo, capaz de matar a sangre fría a hombres y mujeres, callado, encargado de hacer los trabajos de eliminación de sospechosos o enemigos; Facundo Garrido, de carácter sociable, siempre andaba tras las faldas, buen rastreador, conocía todas las veredas de la sierra, también era asesino a sueldo, se distinguía de los demás por pelirrojo; Herminio Márquez, joven pero amargado, no medía consecuencias como si no le importara morir, belicoso, vengativo; lo aceptaron porque venía huyendo de los hombres de Barrios que habían matado a sus hermanos. Rodolfo Herrero y Gabriel Barrios eran enemigos declarados.

Un mantel oloroso a pólvora

3. Una canción para mi general.

Con el sopor del calor causando estragos los invitados departían en la casa de Elías Álvarez, en ese entonces presidente auxiliar de Chicontla, bajo la sombra de unas jacarandas. Esa tarde, en la comida para celebrar el bautizo de Candelario, el general Rodolfo Herrero fue agasajado como un gran personaje. En la mesa le acompañaron Elías Álvarez, Miguel Álvarez y su esposa Rosaura, junto con su hija Modestita; Leoncio Rivera y María Álvarez, los coroneles Cesar Lechuga y Miguel B. Márquez, el cura del pueblo, Delfino y su esposa que cargaba orgullosa al pequeño Candelario.

—A ver don Elpidio, venga a cantarle a mi general la canción que estaba ensayando en la mañana. A mí me gustó, espero que a usted también le guste, mi general —dijo Elías haciendo una reverencia.
El aludido se acercó, un tanto tímido, al grupo de hombres que saboreaba unas carnitas de cerdo. Era de mediana estatura, vestía un pantalón holgado, calzaba botines. En su cuello se enroscaba un paliacate rojo. Su rostro era sanguíneo, la frente despoblada, las orejas grandes, igual que sus manos. Levantó su instrumento apoyándolo en su hombro, entornó los ojos y comenzó a deslizar el arco sobre las cuerdas del violín, un sonido agradable se expandió en el ambiente. De su voz educada brotaron los primeros versos:
“Que bonitos ojos tienes/debajo de esas dos cejas/debajo de esas dos cejas/que bonitos ojos tienes.”
Su concentración era admirable, hombre e instrumento parecían haber sido creados el uno para el otro; por momentos no se sabía quién manipulaba a quién, la agilidad de las manos contrastaba con los sonidos agudos del violín.
“Ellos me quieren mirar/pero si tú no los dejas/pero si tú no los dejas/ni siquiera parpadear”.
El general hizo un gesto de aprobación con la cabeza, se quitó el sombrero, levantó su cerveza y dijo salud a los invitados.
“…besar tus labios quisiera/ beeeeesar tus labios quisiera, malagueña salerosa, y decirte niña hermosa.”
Al repetir la palabra besar, don Elpidio emitió un falsete propio de los huapangueros que llamó la atención de todos los presentes ganándose un aplauso prolongado.
…”como el candooooor de una roooosaaaaaa.”
La voz y el movimiento de la mano se detuvieron en el mismo instante. Las mujeres sonrieron complacidas, los hombres se pusieron de pie. Limpiando el sudor de su frente, el huapanguero agradecía los aplausos.
—¿Cómo se llama la canción, don Elpidio? −se interesó el general.
—Es un huapango que me encargó el “Árabe”, señor, pero todavía no le pongo nombre a la canción.
—A ver cuándo me hace usted el favor de acompañarme a Villa Juárez, me gustaría que le cantara esa canción a unos amigos −dijo guiñándole un ojo.
—¡Cuando usted ordene, mi general!

Al terminar la comida se oyó un alboroto de muchachas de las que atendían en la cocina, pues para evitar miradas maliciosas, un grupo de señoras respetables servía a los comensales.
— ¿Qué pasó, por qué tanto escándalo?
—¡Es que le quebraron la pata a Margarita!
—Se cayó del caballo?
—La abuela Nicolasa le aventó un leño porque le estuvo rezongando; no le quiso hacer un mandado.
—Busquen a don José, el huesero.
—N´osta. Dicen que se fue a Villa Juárez.
—¿Dónde está la niña? −preguntó el general, abriéndose paso entre las mujeres.
—Allá, en la tienda, enfrente de la casa. No la pueden calmar.

El general y su comitiva se levantaron deprisa, se dirigieron a la tienda para ver a la niña.
En otra mesa, algo ininteligible masculló el teniente Hermilo Herrero viéndolo pasar; sus acompañantes, que jugaban baraja, no se inmutaron, ni se movieron de sus asientos. Abelardo Lima, Facundo Garrido, Herminio Márquez conocían las reacciones violentas del hermano menor del general y nadie quería exponerse a contrariarlo; todavía estaba fresco el recuerdo del muchacho que vivía con Rosita.

Un mantel oloroso a pólvora


2. Rodolfo Herrero
La fama de pistolero que tenía Rodolfo Herrero se la había ganado a pulso. Cuando trabajó para el general villista Adán Gaviño en las Guardias Blancas de las compañías petroleras de la región de Poza Rica su sueldo era pagado en dólares, suficiente dinero para un hombre que vivía con una mujer y dos hijos. Así que, en sus ratos libres aprovechaba el tiempo para mejorar en el tiro al blanco. Cada día gastaba, cuando menos, cien balas perfeccionando su pulso, ya que la empresa le proporcionaba el parque que fuera necesario. Decían que era capaz de volar un cigarrillo de la boca de un paisano a veinte metros de distancia con su pistola calibre 44 o de pegarle un tiro a una moneda lanzada al aire para un volado. Facundo Garrido, uno de sus hombres de confianza, guardaba una moneda atravesada por un disparo suyo. Todo el rumor corría constantemente donde Herrero se paraba aunque nadie quería comprobarlo en carne propia.
Cuentan que un día, en su rancho de Plan de Progreso, logró abatir a un gavilán que estaba vigilante en lo más alto de un árbol seco, mirándolo por el diamante de su sortija como si fuera un espejo. Colocó su mano izquierda a la altura del rostro para mirar el reflejo del ave en la piedra, alzó su mano derecha con la pistola amartillada y jaló del gatillo: el gavilán cayó al suelo al mismo tiempo que el grito de admiración de sus asistentes.
−¡Es usted un chingón, mi general! −le dijo Miguel B. Márquez, alias el “Orejón”, quien era uno de sus hombres más fieles.
Él lo miró complacido, perdonándole la falta de respeto.
Rodolfo Herrero Hernández había nacido en Zacatlán en 1880. Comenzó la carrera de las armas en el Ejército Federal, pero cuando ocurrió el licenciamiento del ejército en 1914, entregó las armas al 23 batallón al que pertenecía y se incorporó a las fuerzas del General Daniel Cerecedo Estrada en Zacatlán. En 1915, Herrero se había adherido al intento de Félix Díaz de dar un golpe de estado contra el gobierno de la Convención de Aguascalientes pero habían fracasado. Al triunfar la revolución constitucionalista Herrero fue a prisión, pero fue amnistiado y regresó a la región de Villa Juárez. Herrero también había militado bajo las órdenes del general Manuel Peláez, enemigo del constitucionalismo, y de Adampol Gaviño, quiénes con armas y municiones se vendían al mejor postor extorsionando a las compañías petroleras de la zona de Poza Rica y de Tampico, cobrándoles un elevado impuesto por su protección. Las compañías pagaban muy bien por sus servicios manteniendo la inestabilidad en la zona petrolera pues temían que el gobierno carrancista aplicara en su contra el contenido del artículo 27 de la Constitución de 1917. Así, estuvo operando en la Huasteca veracruzana hasta el mes de marzo de 1919 cuando se amnistió al gobierno del presidente Carranza por conducto del general Francisco de P. Mariel en Villa Juárez, quien como Comandante Militar de la zona había extendido su política de pacificación hacia todos los rebeldes.
La rendición había sido en Villa Juárez, Puebla, el 8 de marzo de 1920. El general Francisco de Paula Mariel lo había convencido de que se amnistiara al gobierno de Carranza. Le iban a reconocer su grado de militar y el de su Estado Mayor; además de una cantidad considerable de dinero para pagar los haberes de su tropa. Era tiempo de vivir en paz, le habían dicho, y él así lo había creído pertinente. Nada de andarse cuidando las espaldas, ni de dormir poco, ni de sentarse a comer siempre pegado a la pared lejos de las ventanas. Por fin podría dedicarse a cuidar el rancho sin ningún sobresalto.
En los arreglos estipulados para la rendición de Herrero, su Jefe de Estado Mayor, Miguel B. Márquez, propuso las siguientes bases para la capitulación:
Primera. Que el general Rodolfo Herrero, con todos sus jefes, oficiales y tropa, reconocerían de hecho y de derecho el Gobierno legítimo del señor don Venustiano Carranza, cuya suprema autoridad respetarían en lo sucesivo.
Segunda. Que tanto al general Rodolfo Herrero, como todos sus jefes y oficiales, en nombre de la nación, se les reconocerían sus respectivos grados por la Secretaría de Guerra y Marina.
Tercera. Que las fuerzas del general Rodolfo Herrero serían reorganizadas y equipadas, dotándoseles de armamento y municiones y suministrándoles los haberes correspondientes a sus respectivos empleos.
Cuarta. Que dichas fuerzas, ya organizadas, se incorporarían a la Brigada del general Mariel, y bajo las inmediatas órdenes del general Herrero, guarnecerían la zona comprendida entre los municipios de la Unión, perteneciente a Huauchinango; Jopala, del Distrito de Zacatlán, (ambos del estado de Puebla) y Progreso de Zaragoza, Ver., y
Quinta. Que las bases propuestas serían sometidas a la aprobación de la Secretaría de Guerra y Marina; y una vez aprobadas también por el señor Presidente de la República, quedarían debidamente legalizadas y se firmarían en Villa Juárez, por ambos generales, ante la presencia del ciudadano Presidente Municipal y demás autoridades de la localidad, en la fecha que oportunamente se fijaría. De todos los trámites administrativos se encargaría el general Mariel.

Esa ocasión, el general Francisco de Paula Mariel, Oficial Mayor de la Secretaría de Guerra y Marina del gobierno de Venustiano Carranza, hizo su arribo a Villa Juárez acompañado de su Estado Mayor; luego llegó Rodolfo Herrero acompañado del coronel César lechuga, Miguel B. Márquez, de varios oficiales y de una pequeña escolta.
En la Plaza principal se levantó un templete para realizar la ceremonia. Los lugares de honor fueron ocupados por Mariel y Herrero, el Presidente Municipal, demás autoridades y vecinos distinguidos. Luego se procedió a declarar en forma solemne la rendición del general Rodolfo Herrero al Supremo gobierno, levantándose el acta correspondiente. Le tocó a Josué Galindo, Secretario del Ayuntamiento, el protocolo de la lectura del acta y las firmas correspondientes
Vino la celebración y las felicitaciones por la labor política de Mariel al haber convencido al general Herrero de su rendición, pues con esto llegaría el orden, la paz y el bienestar a esa zona. Se ofreció un banquete en honor de los dos generales; los huapangueros amenizaron la comida, se consumió del mejor vino; todos estaban contentos, hasta los antiguos enemigos tuvieron que darse la mano en señal de paz.
Al día siguiente, al regresar a la ciudad de México, hicieron un alto en Necaxa, donde nuevamente agasajaron a Mariel y a Herrero. Ya en Huauchinango, las autoridades los invitaron a pernoctar ahí para asistir a un baile que la sociedad les ofreció a los generales y a su comitiva. Esa noche en el Palacio municipal siguió latente el espíritu de camaradería y atenciones, mientras los jóvenes danzaban deleitándose con la música de los violines. En ese ambiente casi se podía tocar la paz con la punta de los dedos.
Rodolfo era un hombre robusto, de ancho tórax y brazos musculosos. Sus manos eran hábiles para ejecutar las suertes de los charros como el pial y las manganas. Montaba bien y en buenos caballos; seleccionaba personalmente los aparejos de sus monturas, tenía tres sillas de montar que Ernesto Herrero, un primo suyo, le había traído de Jalisco. Los domingos, día de plaza en Coyutla, el pueblo más cercano a su rancho, Rodolfo Herrero paseaba arrogante en su caballo alazán presumiendo sus espuelas plateadas.
Había participado en varias escaramuzas de la revolución, por eso era desconfiado. En épocas de campaña dormía poco, el insomnio era su acompañante más frecuente, se levantaba a hacer la guardia con sus hombres y platicaba con ellos hasta la madrugada. Se acostaba en un lugar y lo hallaban descansando en otro lecho. Fue su escolta personal la que empezó a decir que Rodolfo dormía montado en su caballo aprovechando las largas caminatas a la luz de la luna y el airado aullar de los coyotes.
Esa fama de buen tirador, su valentía en la batallas y la rapidez con la que desenfundaba sus pistola le habían ganado el prestigio y el respeto de su tropa y de todos los hombres de la zona.
Sus andanzas en la sierra de Puebla dejaron honda huella en los serranos porque le gustaba arrasar los pueblos en los que presentaba combate contra los constitucionalistas; Ixtepec, por los rumbos de Caxhuacan, había sido un lugar devorado por las llamas que provocaron las fuerzas de Herrero, quienes demostraban la brutalidad de sus métodos con el fin de mantener el control militar y económico en las zonas donde merodeaban.

domingo, 26 de junio de 2011

Crónicas de viaje: Dama de hierro


DAMA DE HIERRO

La veo.
Imagen largamente acariciada como una A mayúscula.
Siento en los ojos un cosquilleo de piedritas amarillas,
de iracundos gránulos de arena.
Dama de hierro que tiene el don de desafiar ventiscas.
Jirafa atrapada en un lienzo de Dalí.
Cíclope nocturno de mil ojos.
Por la calzada irreverente escucho un susurro entre los árboles:
“Me moriré en París con aguacero.”
Sí, repito, me moriré en París, con un cielo arañado por aviones
e invisibles señales telegráficas rindiéndole honores a su torre.

Miguel Ángel Andrade Rivera

Crónicas de viaje: El Sena


El Sena

Navego por el río Sena como una rama seca atrapada por el pico de unos pájaros.

Siembro en sus márgenes árboles plateados, pinturas lamidas por el sol, músicos de instrumentos endebles, un hormiguero de turistas, puestos de periódicos, edificios de corte napoleónico.

Un viento peregrino, nieto de los deshielos del Mont Blanc, comienza a posesionarse de la tarde.

La lengua anaranjada del sol me dice adiós.

Como un sueño, cruzo los puentes por el lado curvo de sus arcos.

Aquí aparece Notre Dame; allá, asoma su cuello la jirafa de hierro. En el cielo espumoso se perfila el pundonor de Los Inválidos.

Torrente colorido, en esta hora imprecisa de la tarde, vienes huyendo de los pinceles de Manet.


Miguel Ángel Andrade Rivera

Crónicas de viaje: La torre de Pisa


La torre de Pisa

Por Miguel Ángel Andrade Rivera

Luego de dejar Roma abordamos un autobús rumbo a Francia. El paisaje era exquisito: casas blancas, campo verde, rollos de forraje. Un alud de aves se deja caer sobre el trigo maduro. Ante mis ojos se planta un coliseo de árboles. Por la ventana miro como las nubes se transforman en algodones grises que presagian la lluvia. Embajador del trueno, el rayo se anuncia con su hilo iluminado; furioso, el cielo sigue mandando latigazos.
¡Qué difícil escribir con el carro en movimiento! En su asiento, mi madre duerme como una gran señora. Hemos rebasado la barrera de lluvia; los sembradíos de girasoles me recuerdan la excelsa bandera de Brasil.
Hemos llegado a una ciudad renacentista conocida mundialmente. Una mole de mármol de Carrara nos impacta la vista, es un blanco deslumbrante que hiere las pupilas. Ese mármol que fue extraído de la misma cantera con el que construyeron nuestro palacio de Bellas Artes en la época de Porfirio Díaz. Hemos llegado a Pisa, la ciudad que no duerme por estar pendiente de su torre.
Ingresar a su catedral es entrar a otro mundo de colosal arquitectura. Columnas dóricas, arcos romanos, pinturas exquisitas, mosaicos que recuerdan las termas de la Roma imperial, y unos ángeles que miran desafiantes.
Formada por ocho cuerpos que fue creciendo al cielo sostenida por sus arcos romanos la gran torre de Pisa es, quizá, la hija de la milenaria torre de Babel. Inclinada pero no vencida, esta torre que es un pastel de mármol desafía a la gravedad desde tiempos memoriales. ¡Todos queremos tomarnos una foto simulando que detenemos su caída!
Y entonces nos cuentan el rumor: que ahí estuvo, en su cúspide, hace ya muchos años, Galileo Galilei haciendo experimentos con su péndulo. ¡Ver para creer! ¡Vivir para contarlo!

Crónicas de viaje: El sueño de Ícaro


El sueño de Ícaro

Reina la incertidumbre, sólo se oye un estruendo de motores. Habito en el mundo de las aves: tengo alas en lugar de brazos. Allá abajo, la tierra es un invento generoso de los hombres. ¡Gracias Ícaro, por este sueño!!!
Deambulo por un pasillo estrecho esquivando piernas, rodillas abatidas, cien cabezas insomnes.
Qué amanecer tan largo, me duelen los riñones, también me pesa el cuello. A mi derecha, ronca una aeromoza, plena como una moto.
Por algún lado debe surgir el sol en esta planicie de nubes arenadas. ¿Acaso la tierra no es redonda? ¿Esta era la incertidumbre de Cristóbal Colón?
Luego de diez horas de vuelo el piloto aterriza el avión en el aeropuerto de Barajas. Emotivos aplausos rubrican el éxito del viaje.
Querida España: quinientos años después de las tres carabelas te pago la visita.
Madrid se va desdibujando como un toro muerto a la mitad del ruedo. Aletean los campos verdes, cafés, anaranjados. Las montañas se erizan, pululan los caminos por doquier.
Vamos dejando atrás la costa; todo se vuelve azul. Abajo, cruza un avión veloz. Dormita un barco mecido por las olas. Semejando una iguana perezosa se asolea la isla de Mallorca. En la bahía, los barcos son espermas en busca del óvulo perdido.
Avistamos Cerdeña, una turbulencia nos sacude. Por el poniente nos amenaza el sol; el mar se convierte en mantequilla. Emergen tierras italianas: la patria de Leonardo y Miguel Ángel.
Con rayos de espagueti el sol nos da la bienvenida. Una barca de vela sueña peces en el mar exquisito. Inmensidad es una palabra que tiene su origen en el mar.
¡Aterrizamos jubilosos! ¡Estamos en Italia! Un hombre nace en mí y se inclina para besar la tierra…