martes, 28 de junio de 2011

Un mantel oloroso a pólvora


7. Leoncio Rivera estaba pensativo

Leoncio Rivera estaba pensativo. Su compadre Rodolfo comentó sobre el plan, pero tenía miedo al pensar en el asunto: Participar en la encomienda era un riesgo, como tomar entre sus manos una navaja de dos filos; en el acto, podía ser herido de bala o morir en el intento; en lo futuro, su nombre y su apellido podrían ser vilipendiados por la Historia. Otra vez reflexionó metódicamente la propuesta y los antecedentes: "¿Porqué querían acabar con el viejo? ¿Quién era Bonillas allá en México? ¿Qué hacía el coronel Cárdenas en Coyutla? Con la muerte del viejo, ¿se acabarían los logros de la Constitución? ¿El nuevo Presidente sería un militar o un civil? Y si lograran consumar el atentado, ¿qué pasaría con los prisioneros? ¿Qué pasaría con los participantes después del atentado? ¿El alto mando militar cumpliría con sus promesas? ¿Obregón cumpliría su palabra? ¿Y si el telegrama fuera falso?"

PRESUNTO TELEGRAMA QUE RECIBIO ALBERTO BASAVE Y PIÑA:
"Tengo informes de que por esos rumbos va don Venustiano Carranza con una escasa comitiva. Atáquelo y aniquílelo, que es el único obstáculo que hay para la completa pacificación de la República.
Muy afectuosamente. Álvaro Obregón."

Leoncio Rivera estaba pensativo. Era un soldado irregular que en sus tiempos libres se dedicaba al campo, a la venta de carne de res, por eso no entendía la manera de conceptuar la política de los altos niveles, donde los militares siempre tomaban las decisiones importantes. "Y cómo no –pensó− si los últimos diez años el país se ha desangrado por las constantes luchas de los grupos militares para conseguir el poder. Desde que Madero le hizo un hueco a la soberbia de don Porfirio, luego las hazañas del Centauro, hasta la sublevación de Zapata contra el carrancismo. ¿Cuántos muertos yacían enterrados en el campo mexicano? ¿Cuántos despojos se habían quedado colgados de las ramas de los árboles? ¿Cuántas viudas y huérfanos deambulaban como perros sin dueño? Y ese Zapata, no me dijeron en Coyutla que Carranza lo había mandado matar, que el viejo tenía las manos manchadas de la sangre de Emiliano. Entonces, digo, el que a hierro mata, a hierro muere”.

Esta era una situación de emergencia, parecida a la de 1919, cuando lo mandaron como espía a Tulancingo, querían saber cómo se movía el enemigo, cuántos hombres eran, cuántos pertrechos, si era verdad lo de las ametralladoras, pensó dándole vueltas a las ideas en su cabeza. Esa ocasión lo habían mandado como si fuera un comprador de mulas, le dieron dinero suficiente para aparentar riqueza, advirtiéndole que si lo descubrían no se harían responsables de su suerte. Lo enviaron por indicaciones del mayor Aarón Valderrábano, confiando en su buena estrella y un salvoconducto como único documento por escrito. Él guardaba el papel, ya maltratado:
Ejército Nacional
BATALLON
Brigada. 15
1ª. Compañía.
A las Autoridades Militares y Civiles, a quienes fuere presentado el portador C. Leoncio Rivera, se les suplica guarden toda clase de consideraciones y le den garantías que fueren necesarias y que la Ley otorga.
CONSTITUCIÓN Y REFORMAS.
Villa Juárez, Puebla, junio 20 de 1919.
El Mayor.
Aarón Valderrábano

Igual que muchos revolucionarios, Leoncio Rivera había bailado al son que le tocaron. Fue maderista, villista y carrancista, hasta que en su camino se aparecieron dos senderos. Águila o sol. Él estuvo en Coyutla, la reunión fue secreta, la orden clara: matar a un hombre.
La luz del quinqué reflejaba su sombra en la pared. Era la sombra de un hombre abatido por el miedo. Sus temores habían vuelto a escaparse de la caja de Pandora. Tan grande es el miedo a lo desconocido que logra paralizar al más valiente. "Uno puede morirse en la batalla combatiendo con otros. Ahí se lucha para sobrevivir. Pero emboscar a alguien que representa un símbolo es otra cosa. El Presidente es como el himno o la bandera. No puede uno cagarse en la bandera y fumarse un cigarro, chingao”. Pero se repitió que era un soldado y, por lo tanto, un militar sólo obedece órdenes. Quiso matar a los demonios que habitaban en su mente, secarlos y salar la carne de sus cuerpos. Así, de paseo por su memoria, fue buscando el origen de sus miedos:
Era una noche en que se podía oler el aroma de los jobos en el aire nocturno y se sorprendió al mirar, a la luz de su lámpara de mano, grupos de zopilotes en los árboles que marcan el lindero del camino a Patla; desconcertado de ver tanto animal acechándolo con sus ojos saltones caminaba despacio, de pronto, sintió que el suelo se hundía bajo su peso y algo viscoso se atoraba en una de sus botas, bajó lentamente el haz de luz y un grito salió de su garganta: la panza abierta de un caballo muerto yacía con las tripas picoteadas. Un erizo de miedo se acomodó en su pelo y atrincheró sus púas matándolo de miedo, ya no paró de correr hasta llegar al pueblo.

O esa mañana, cuando le avisaron que unos villistas le estaban robando su ganado y fue al potrero y se encontró con la muerte en forma de emboscada. Escuchó el tronido de los rifles: las balas de un 30-30 lo persiguieron como avispas, mientras corría en zigzag para salvar su vida. Cuando llegó a su casa, preso de un temblor incontenible, dio gracias a la Virgen por el milagro de traerlo con vida, pues su sarape venía perforado por las balas y sólo una había alcanzado a anidarse en su espalda.

Recordaba atemorizado esa noche que venía pleno de disfrutar los amores de Rosita, cuando al pasar por un costado de la iglesia un animal enorme se le paró en dos patas, dos veces le ladró escupiendo un fuego demoniaco, lo aterrorizó con su mirada fiera, lo hizo recular como si fuera hembra hasta que el miedo se le secó en la boca. Cerró los ojos como no creyendo; el animal amenazó morderlo. "Cruz, cruz, que se vaya el diablo y venga Jesús" dijo haciendo la señal milagrosa y el maldito desapareció al conjuro del nombre del Señor. Cuando por fin apaciguó sus ansias y pudo controlar el potro desbocado que le corría en el pecho por temor al nagual, se dio cuenta del tamaño de su miedo: había orinado sus calzones.

Ahora estaba ahí, anclado en otra isla de temores. Solo, sin nadie en quien confiar en este mundo; pero en el otro cuarto, en el contiguo, descansaba su compadre Rodolfo Herrero. "En buena hora ha venido a sonsacarme", sonrió irónicamente. Sopló sobre el quinqué. Empezó a recordar cómo había conocido a su compadre.

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