domingo, 26 de junio de 2011

Crónicas de viaje: La torre de Pisa


La torre de Pisa

Por Miguel Ángel Andrade Rivera

Luego de dejar Roma abordamos un autobús rumbo a Francia. El paisaje era exquisito: casas blancas, campo verde, rollos de forraje. Un alud de aves se deja caer sobre el trigo maduro. Ante mis ojos se planta un coliseo de árboles. Por la ventana miro como las nubes se transforman en algodones grises que presagian la lluvia. Embajador del trueno, el rayo se anuncia con su hilo iluminado; furioso, el cielo sigue mandando latigazos.
¡Qué difícil escribir con el carro en movimiento! En su asiento, mi madre duerme como una gran señora. Hemos rebasado la barrera de lluvia; los sembradíos de girasoles me recuerdan la excelsa bandera de Brasil.
Hemos llegado a una ciudad renacentista conocida mundialmente. Una mole de mármol de Carrara nos impacta la vista, es un blanco deslumbrante que hiere las pupilas. Ese mármol que fue extraído de la misma cantera con el que construyeron nuestro palacio de Bellas Artes en la época de Porfirio Díaz. Hemos llegado a Pisa, la ciudad que no duerme por estar pendiente de su torre.
Ingresar a su catedral es entrar a otro mundo de colosal arquitectura. Columnas dóricas, arcos romanos, pinturas exquisitas, mosaicos que recuerdan las termas de la Roma imperial, y unos ángeles que miran desafiantes.
Formada por ocho cuerpos que fue creciendo al cielo sostenida por sus arcos romanos la gran torre de Pisa es, quizá, la hija de la milenaria torre de Babel. Inclinada pero no vencida, esta torre que es un pastel de mármol desafía a la gravedad desde tiempos memoriales. ¡Todos queremos tomarnos una foto simulando que detenemos su caída!
Y entonces nos cuentan el rumor: que ahí estuvo, en su cúspide, hace ya muchos años, Galileo Galilei haciendo experimentos con su péndulo. ¡Ver para creer! ¡Vivir para contarlo!

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