5. Un improvisado cirujano
En la casa de Elías Álvarez reinaba el desorden. La niña, recostada en un catre, se quejaba. El general se agachó para revisarle la pierna: un pedazo de hueso astillado se asomaba entre las carnes. La chiquilla, mirando la herida, gritaba asustada.
—Necesito agua hervida, señora, — ordenó—.¡ Y ustedes, súbanla con cuidado al mostrador! ¡Miguel, dame el botiquín que traes en el caballo!
—Sí, señor.
Recostada sobre una cobija que habían puesto en el mostrador, la niña abría sus ojos espantada como una lagartija.
—¿Cómo te llamas, pequeña?
—Margarita —dijo sollozando.
—No te preocupes, Margarita, te vamos a curar pero te va a doler un poquito. Mira, vas a morder este pañuelo, si te duele, me levantas la mano. ¿Me entendiste?
—Sí, sí, pero no me vaya a cortar la pierna —suplicó.
—No te preocupes.
Habían traído agua caliente en una palangana y unas toallas. El general se lavó las manos, luego abrió su maletín y sacó unos frascos con polvos, ungüento y vendas.
—¡Ahora sí! —dijo enérgico—¡ Agárrenla con fuerza de los brazos y piernas y no la suelten! ¡Margarita, muerde fuerte el pañuelo!
Al contacto de la gasa con el agua caliente sobre su piel, la niña dio un alarido y perdió el conocimiento.
—Mejor así, —murmuró el improvisado cirujano—. A ver si puedo colocar el hueso. Sería una lástima que esta muchachita no vuelva a caminar como Dios manda.
Luego se dio a la tarea de acomodar en su lugar la tibia fracturada. Sus manos buscaban afanosamente como embonar una parte del hueso con la otra; varias mujeres miraban la escena con ojos de tristeza.
—Una vez, −comentó el general −así curé a un becerro que se había quebrado una pata, pero luego se puso muy triste y tuvimos que matarlo… ¡Oiga, señorita, no se espante! la niña va a quedar bien, mejor busque unas tablitas para inmovilizarla.
El esfuerzo y el calor de la tarde lo hacían sudar; con su pañuelo se limpiaba la frente. Cuando comprendió que había terminado y los pedazos de hueso parecían encajados, comenzó a colocar las vendas con cuidado. El anfitrión, lo mismo que las mujeres, lo veían admirados.
—No creí que supiera curar este tipo de fracturas, general. Yo sabía que sacaba muelas, pero esto es más complicado.
—Así es don Elías, en esta vida hay que saber de todo, por eso tomé un curso por correspondencia —dijo a manera de broma—.
−¡Ah, que mi general!
−Tengo también unos venenos de víbora que son muy buenos para curar enfermedades.
−¡Venga, le invito una cerveza! Vamos a brindar por el éxito de la operación.
−Vamos! Mi asistente se encargará de entablillarla.
Los dos caminaron hacia el patio. Al pasar por la cocina vieron a la abuela tostando café en un comal, consternada. Ya le habían dicho lo que causó su momento de cólera. Rodolfo se le acercó, estimaba a esa señora pues era madre de Leoncio y varias veces había comido en su casa.
—No se preocupe, señora Nicolasa, la niña va a quedar bien —exclamó el general a manera de consuelo−. Consiga un manojo de hojas de chotomitillo y lo pone a hervir; luego lava la herida con cuidado, eso le ayudará a cicatrizar.
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