3. Una canción para mi general.
Con el sopor del calor causando estragos los invitados departían en la casa de Elías Álvarez, en ese entonces presidente auxiliar de Chicontla, bajo la sombra de unas jacarandas. Esa tarde, en la comida para celebrar el bautizo de Candelario, el general Rodolfo Herrero fue agasajado como un gran personaje. En la mesa le acompañaron Elías Álvarez, Miguel Álvarez y su esposa Rosaura, junto con su hija Modestita; Leoncio Rivera y María Álvarez, los coroneles Cesar Lechuga y Miguel B. Márquez, el cura del pueblo, Delfino y su esposa que cargaba orgullosa al pequeño Candelario.
—A ver don Elpidio, venga a cantarle a mi general la canción que estaba ensayando en la mañana. A mí me gustó, espero que a usted también le guste, mi general —dijo Elías haciendo una reverencia.
El aludido se acercó, un tanto tímido, al grupo de hombres que saboreaba unas carnitas de cerdo. Era de mediana estatura, vestía un pantalón holgado, calzaba botines. En su cuello se enroscaba un paliacate rojo. Su rostro era sanguíneo, la frente despoblada, las orejas grandes, igual que sus manos. Levantó su instrumento apoyándolo en su hombro, entornó los ojos y comenzó a deslizar el arco sobre las cuerdas del violín, un sonido agradable se expandió en el ambiente. De su voz educada brotaron los primeros versos:
“Que bonitos ojos tienes/debajo de esas dos cejas/debajo de esas dos cejas/que bonitos ojos tienes.”
Su concentración era admirable, hombre e instrumento parecían haber sido creados el uno para el otro; por momentos no se sabía quién manipulaba a quién, la agilidad de las manos contrastaba con los sonidos agudos del violín.
“Ellos me quieren mirar/pero si tú no los dejas/pero si tú no los dejas/ni siquiera parpadear”.
El general hizo un gesto de aprobación con la cabeza, se quitó el sombrero, levantó su cerveza y dijo salud a los invitados.
“…besar tus labios quisiera/ beeeeesar tus labios quisiera, malagueña salerosa, y decirte niña hermosa.”
Al repetir la palabra besar, don Elpidio emitió un falsete propio de los huapangueros que llamó la atención de todos los presentes ganándose un aplauso prolongado.
…”como el candooooor de una roooosaaaaaa.”
La voz y el movimiento de la mano se detuvieron en el mismo instante. Las mujeres sonrieron complacidas, los hombres se pusieron de pie. Limpiando el sudor de su frente, el huapanguero agradecía los aplausos.
—¿Cómo se llama la canción, don Elpidio? −se interesó el general.
—Es un huapango que me encargó el “Árabe”, señor, pero todavía no le pongo nombre a la canción.
—A ver cuándo me hace usted el favor de acompañarme a Villa Juárez, me gustaría que le cantara esa canción a unos amigos −dijo guiñándole un ojo.
—¡Cuando usted ordene, mi general!
Al terminar la comida se oyó un alboroto de muchachas de las que atendían en la cocina, pues para evitar miradas maliciosas, un grupo de señoras respetables servía a los comensales.
— ¿Qué pasó, por qué tanto escándalo?
—¡Es que le quebraron la pata a Margarita!
—Se cayó del caballo?
—La abuela Nicolasa le aventó un leño porque le estuvo rezongando; no le quiso hacer un mandado.
—Busquen a don José, el huesero.
—N´osta. Dicen que se fue a Villa Juárez.
—¿Dónde está la niña? −preguntó el general, abriéndose paso entre las mujeres.
—Allá, en la tienda, enfrente de la casa. No la pueden calmar.
El general y su comitiva se levantaron deprisa, se dirigieron a la tienda para ver a la niña.
En otra mesa, algo ininteligible masculló el teniente Hermilo Herrero viéndolo pasar; sus acompañantes, que jugaban baraja, no se inmutaron, ni se movieron de sus asientos. Abelardo Lima, Facundo Garrido, Herminio Márquez conocían las reacciones violentas del hermano menor del general y nadie quería exponerse a contrariarlo; todavía estaba fresco el recuerdo del muchacho que vivía con Rosita.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario