domingo, 24 de julio de 2011

Un mantel oloroso a pólvora


14. Santa María Coatepec

Los fugitivos hacen un pequeño descanso, se enteran que están en Santa María Coatepec, el poblado que desde Aljibes se dibujaba en la colina, mientras esperan que la caravana avance, la comitiva principal descansa en una choza, Carranza pide un vaso con agua, lo recibe, antes de llevarlo a la boca le introduce una moneda de cobre, luego toma el contenido de tres tragos.

Le decíamos papá Carranza
Le decíamos Papá Carranza porque nos dio la vida. Perdió la vida él y nos dejó que comer. ¡Primero Dios! sí no, dónde estuviéramos…En esa época de la revolución, cuando Carranza pasó por primera vez para ir a Veracruz no había qué comer, no había trabajo, pura guerra entre uno y otro bando y muchos muertos; fue cuando él ordenó a los hacendados que nos dieran cosas de comer, porque el rico ya encerró el maíz en las trojes, ya no nos daba de comer. La tierra de cultivo la sembraba el rico hasta aquí, abajo del encino; nosotros sembrábamos puro pedregal, puro monte, no se podía cosechar nada… ¡A ver! Comer metzale, comer biznaga, comer cebada, todo lo que se podía; metzale del maguey que le raspaban pa´comer. Ahora decimos muy pomposas, ¡Ay, no! yo sólo como tortillas blancas. ¡Ay, no! a mí no me gusta esto… Ojalá así hubiéramos vivido nosotras pero no se podía. ¿Qué cuántos hijos tuve? Tuve catorce hijos pero no todos se criaron, eran épocas difíciles para que los escuincles crecieran.
Mi papá fue delicado, no nos dejaba salir ¿Qué cosa van a ver? Qué no hay cosas que hacer en la casa para que se anden divirtiendo de la gente? ¿Por qué no se meten? Y si no obedecías pues ahí estaba el chicotito.
Ese día que le digo nos habíamos escapado. Eso de los muertos fue allá, en el camino real, cuando Carranza pasó por Santa María luego que lo derrotaron en Rinconada. Mi hermana estaba como de catorce años, yo estaba chica como ahorita esta niña; se llamaba Porfiria mi hermana la mayora. Yo andaba de ociosa por las milpas y que veo unos bultos, me regreso y le digo: Piria, vente a ver, ahí están durmiendo unas gentes, ya los moví y no se paran. Que viene ella, que me regaña y me dice: ¡Qué cabrón vienes a ver a estos! son difuntos, vámonos qué… Y nos venimos, allá los dejamos. ¿Quién sabe qué fin tuvieron?
Mi mamacita, que en paz descanse su alma, siempre anduvo muy apurada ayudándole en todo a mi papá, por eso no se dio cuenta que pasaron unos de tropa huyendo por este rumbo, pasaron por el patio de la casa donde teníamos unos chiquigüites con trigo y centeno para engordar a los cochinos. Los destaparon y los volvieron a tapar. Cuando regresó mi mamá dijo: ¿Ora quién cabrón regó mi trigo? ¡Pues quién sabe, mamá, yo no lo vide! Y es que habían echado ahí el dinero y lo taparon luego con el trigo y mi mamacita, que en paz descanse su almita, no lo vido. Luego pasaron los obregonistas. ¡A ver, quítense de ahí escuincles! Y empezaron a revisar todos los chiquigüites, a regar el trigo por todas partes. Cuando le avisaron a mi papá vino corriendo, le contamos lo que pasó y nos regaño: ¡A ver, pendejos, no arpiamos el trigo, ahora miren, ya se llevan el dinero! Pues quién, quién se los va a quitar, eran obregonistas y andaban eufóricos con su triunfo… Los soldados de Papá Carranza ya había dejado el dinero para huir y nosotras, babosas, no nos dimos cuenta.
Mi papa se llamaba Antonio Gómez Hernández, pa’que negarlo, Dios lo castiga a uno… Sí, porque dice uno mentiras y no, no es bueno. Mi mamá se llamaba María Cristina Hernández… No, nunca fui a la escuela; le digo a usté que nosotras crecimos al estilo de los burros. No había profesores, no había profesoras, nada había. ¿A dónde nos iban a mandar?
Testimonio de Piedad Gómez Hernández. Julio de 1982, Santa María Coatepec, Puebla.


LA CRUZ ROJA MEXICANA
Tlaxcala, mayo 12.- Agregadas a los trenes militares salieron esta mañana las brigadas de la Cruz Roja Mexicana, las que llevan una competente dotación de medicinas y aparatos de cirugía. Van, además, médicos y practicantes en buen número.
Oficialmente se nos informó ayer en el Cuartel General de la primera división del Ejército Liberal Revolucionario, de las tropas revolucionarias a las órdenes de los generales Jesús M. Guajardo, Pedro M. Morales, Manuel Sosa Pavón y Máximo Rojas, siguen combatiendo tenazmente con los soldados que custodian los trenes del señor Carranza, los cuales se encuentran al sur de Huamantla, imposibilitados de seguir el destino a Veracruz.
Cinco días han estado peleando las tropas revolucionarias con las que manda el general Francisco Murguía. De acuerdo con los informes recibidos en los centros militares, así como en los ferrocarriles, el señor Carranza, acompañado por el general Rafael de la Torre, ha estado varias veces en el lugar de la refriega y ha dado órdenes personalmente en los momentos en que el tiroteo era más intenso.
Además de los elementos numerosos que salieron a Puebla bajo las órdenes de los generales Jacinto B. Treviño y Francisco Cosío Robelo, ayer, por orden del general de División Pablo González, salieron con destino a San Marcos dos baterías de cañones de setenta cinco milímetros; dieciséis ametralladoras y un regimiento de caballería.
Se nos dijo que los convoyes presidenciales no podrán marchar más allá de donde se encuentran, pues además de que los tanques de agua fueron desprovistos del líquido elemento, hay diecisiete largos trenes de carga con las máquinas muertas, entre Rinconada y Esperanza, ocupando todos los escapes.
El Corresponsal en Apizaco

Un mantel oloroso a pólvora


13. Carlos Quirós reportero de El Universal

Con varios días de retraso por las adversidades de la guerra, la prensa nacional intentaba dar seguimiento a los combates que se libraban en los lugares donde pasaba el convoy presidencial. Había interés de los altos mandos militares que se habían sublevado en contra de Carranza, para darle seguimiento a la huida del Varón de Cuatro Ciénegas hostigándolo, también, desde las trincheras del periodismo. Había que quitarle el apelativo de Presidente, llamarle simplemente señor, bandolero, cobarde, hombre terco, traidor a la revolución.
El Universal envía a un reportero llamado Carlos Quirós a cubrir la desaliñada huida de Carranza, brindándole toda clase de consideraciones, desde un buen salario, viáticos y comisiones hasta la garantía de viajar en los trenes militares.
En la ciudad de Puebla, Carlos Quirós comienza a enviar telegramas a su periódico para que se vayan publicando de manera continua. Éste es el primero de muchos artículos que el reportero, nacido en Apam, Hidalgo, habrá de publicar en El Universal:

El UNIVERSAL
EL GRAN DIARIO DE MÉXICO
GRAN EXPECTACION POR LA HUIDA DE CARRANZA
Puebla, mayo 11 de 1920.
Después de veintitrés horas de camino, llegué a esta ciudad, a bordo de un tren militar del general Cosío Robelo. Debía haber salido en el tren del general Treviño, quien con toda amabilidad me ofreció sitio a bordo de su carro “Xinantecatl”; pero como su salida se demoró aproveché el momento de la partida del general Cosío Robelo, quien también me recibió con gran atención permitiéndome viajar con él.
El camino ha sido muy fatigoso a causa del mal estado en que se halla el material rodante. Treinta carros de ferrocarril formaban el convoy, y a cada momento teníamos que detenernos largas horas, porque las máquinas no funcionaban como es debido.
A media noche llegamos a la estación de San Lorenzo. Viendo que tardaría el convoy, resolví continuar mi camino a pie.
BAJO LA LLUVIA TORRENCIAL.
La noche estaba completamente obscura y llovía a cántaros. Esto no obstante, me resolví a aventurarme por el camino; pero hube de desistir de mi propósito temiendo caer en alguna barranca o perderme. Entonces regresé al convoy tomándolo en los momentos en que se ponían en movimiento los carros.
Llegamos a esta ciudad a la una de la tarde, después de dar paso al convoy del general Treviño, que nos dio alcance.
La ciudad está tranquila y hay grandísima expectación por los acontecimientos que se están registrando.
En mi telegrama siguiente comenzaré a informar en detalle.
Enviado Especial: Carlos Quirós

Al ser considerada como una noticia nacional la huída de Venustiano Carranza de la ciudad de México, varias plumas intentan cubrir este acontecimiento, dando como resultado una serie de versiones sobre los hechos que a veces resultan contradictorias e ilógicos. Un jovencito que apenas se iniciaba en las lides del periodismo pero ya era corresponsal en Puebla, ha enviado la siguiente nota:

El UNIVERSAL
EL GRAN DIARIO DE MÉXICO
¿DON VENUSTIANO SE INTERNA EN EL ESTADO DE PUEBLA?
Puebla, mayo 11 de 1920.
Por personas que acaban de llegar de la estación de Apizaco, hemos sabido, que el pasado día ocho de los corrientes, estuvo el señor Carranza en los andenes de la estación de Apizaco entrando y saliendo al restaurant varias veces, suponiéndose que esas entradas y salidas las hacía con intención de que los habitantes y la tropa lo vieran perfectamente bien y se persuadieran de que estaba en dicho punto; pero nuestro mismo informante nos dice que al entrar la noche de ese mismo día salió a caballo con rumbo a Chignahuapan, siguiendo el rumbo de la sierra en donde se asegura que también están los hermanos Cabrera y que los resguarda el general Gabriel Barrios, quien sigue siendo fiel al señor Carranza, pues con anticipación de una decena el gobierno de Carranza le entregó algunas cantidades de dinero, armas y suficiente parque, previendo algunos acontecimientos que se avecinaban.
La misma persona que nos dio estos datos también asegura que don Venustiano al abandonar sus convoyes del Ferrocarril Mexicano, se disfrazó quitándose la barba y vistiendo el traje de los nativos de la región, calzoncillo, blusa y sombrero ancho. Lo acompaña todo su Estado Mayor, los generales brigadieres Francisco L. Urquizo, Juan Barragán y otras personas más.
Para despistar a las tropas de Mireles y Guadalupe Sánchez que lo esperaban en Boca del Monte, cerca de las Cumbres de Maltrata, Carranza hizo avanzar sus trenes en lo que ya no iba él, en medio de terrible balacera, pues como dije antes, se asegura que de Apizaco salió a caballo con rumbo a Chignahuapan.
Los trenes presidenciales han logrado avanzar hasta las estaciones de Rinconada y San Andrés, en donde se detuvieron para dejarlos allí como objetivos de las fuerzas revolucionarias y mientras don Venustiano, a caballo, abandonaba el convoy para internarse sierra adentro, sin saberse el rumbo y las intenciones que haya abrigado al abandonar el tren.
Corren, además, en diferentes sitios de reunión de esta ciudad las siguientes versiones: La prensa local que en ningún momento ha podido dar una información seria y sensata, asegura que don Venustiano Carranza abandonó sus trenes en San Marcos, desde donde se internó a caballo para la Huasteca veracruzana, y que ya va completamente temeroso de caer en manos de sus contrarios para ser fusilado. La prensa local, en gruesos rubros, le llama dictador, burócrata y otras lindezas, que entre la gente bien nacida han caído mal estas expresiones. Otra versión es que Carranza se encuentra por el rumbo de Amozoc y que no sería difícil que con los hombres que cuenta dieran una sorpresa a esta plaza. Como se comprenderá esto es puro amarillismo, y el que conozca perfectamente la región, comprenderá que está muy opuesto Amozoc de Apizaco, y más teniendo en cuenta los informes que nos proporcionaron nuestros informantes de la salida de Carranza con rumbo a Chignahuapan, tal vez con rumbo de Veracruz, por Misantla, Papantla, Gutiérrez Zamora hasta Tuxpan o Tampico.
EL CORRESPONSAL EN PUEBLA

Una cuarentena de jinetes se aleja poco a poco del gusano de hierro que ha quedado sobre los rieles averiados, todavía se oyen gritos de hombres, disparos, reina el desorden y la confusión. Como una bandera levantada con orgullo, Venustiano Carranza, Presidente de México, encabeza la cabalgata, dubitativo y nostálgico, amo y señor de sus emociones, no altera un solo músculo de la cara, pero en su cerebro ya empieza el concierto de los pensamientos indeseables que se hacen presentes aunque no se les llame: ¿Por qué no podemos olvidar nuestras derrotas? ¿Por qué la mente se empeña en traernos constantes recuerdos de lo que no hicimos en el momento adecuado? ¿Por qué no podemos perdonar nuestras debilidades y seguir adelante con nuestros aciertos? Es verdad que el rumor es un gran enemigo, pero lo que más te quita el sueño son tus propios demonios, esos que son como gusanos que corroen el pensamiento y no te dejan tomar las decisiones adecuadas: huir o pelear, vivir con afrentas o morir con dignidad…

A esta guerra de papeles y noticias sensacionalistas también se suma la opinión del redactor del periódico El Universal, quien sólo logra confundir más a los lectores ávidos de noticias:
POR LA SIERRA DE PUEBLA TRATA EL SEÑOR CARRANZA
DE GANAR LA COSTA DEL GOLFO.
Puebla, Pue., a 12 de mayo de 1920.
A las seis de la tarde de ayer, obtuvimos una importante noticia, en fuentes absolutamente autorizadas, y que nos pone en condiciones de asegurar que los planes militares del general Francisco Murguía se concretan por ahora a asegurar que el señor Carranza cambie de trenes para seguridad de su persona, dejando los del Ferrocarril Mexicano, para ocupar en San Marcos los del Interoceánico y seguir hasta Teziutlán, Puebla, en donde se internará en la sierra hasta Martínez de la Torre, Papantla, y como punto final la barra de Nautla, punto donde hace poco fuera derrotado y hecho prisionero el ex-general Gaudencio de la Llave.
Corroboran esta información los datos obtenidos en otras fuentes anoche y por los cuales se sabe que el licenciado Cabrera y el licenciado Rueda Magro han dejado los trenes y se dirigen a caballo a la sierra de Puebla. Don Luis Cabrera es oriundo de la región y toma la delantera para preparar la llegada del señor Carranza, hasta aquella intrincada serranía.
LA REDACCIÓN

* * *
Desde que era gobernador de Coahuila he impulsado fervientemente la creación del municipio libre; este rubro aparece ya como un logro de la Constitución de 1917, pero ¿cómo se puede tener un municipio libre, un país libre, si todavía estamos bajo las botas de los militares? ¿Si en lugar de la palabra o del sufragio se imponen los fusiles y las balas? ¿Acaso no es una imposición lo que tratan de hacer Obregón y sus corifeos? El civilismo no es una patraña que se me haya ocurrido ayer, es una corriente de pensamiento que sólo puede ser abrigada en las mentes más avanzadas… Espero que esta lucha tenga frutos y la sociedad civil algún día logre imponerse a la dictadura de los militares; de lo contrario de nada valdrá esta huida para salvar lo que queda del naufragio. Ah, cómo me duele la espalda…

Carlos Quirós ha sido invitado a viajar a bordo del tren del general Jacinto Blas Treviño, le acondicionan una cama, una mesa pequeña y le facilitan una máquina de escribir. Desde ahí, empieza a redactar los telegramas que van narrando la actividad de los grupos que están a la caza de don Venustiano Carranza y en cuanto tiene oportunidad los envía de cualquier estación de tren.

UNA ALTERNATIVA PARA EL SEÑOR CARRANZA
Estación Jara, mayo 12 de 1920.
Todo el movimiento militar se está realizando con regularidad, habiéndose dispuesto de los contingentes, de acuerdo con las determinaciones tomadas por el general en jefe.
Se preparan en estos momentos la salida de la comisión que va en busca del señor Carranza. Como se ha dicho en telegramas anteriores. Mientras llega a hablar con el señor Carranza y regresa, se tomarán todas las medidas acordadas de antemano.
El general Treviño acaba de hacerme la importante declaración que sigue: “En caso de que el señor Carranza conteste negativamente, se emprenderá el ataque definitivo. El general Mireles sostendrá el frente y las demás tropas atenderán los flancos y la retaguardia, después llegará a realizarse un movimiento envolvente en contra de los trenes del señor Carranza.
“La cuestión, dijo, haciendo un enérgico ademán, se resolverá aquí; de ello estoy seguro”.
Por otro lado, el general Celso Zepeda afirma que el señor Carranza no podrá avanzar más allá de Esperanza. Además, agrega, diariamente pierde contingentes, pues casi todas las tropas enviadas, han desertado. Las caballerías con que se forman las grandes guardias, por la noche, desertan también.
Carlos Quirós, enviado especial.

El general Jacinto Blas Treviño, acompañado de los generales Cosío Robelo, Jesús Guajardo, Celso Zepeda, otros jefes y el reportero Carlos Quirós bajan del tren, montan a caballo para realizar un reconocimiento minucioso del terreno, las pezuñas de los caballos se hunden en el arenoso camino, los terrenos de labor están sembrados de maíz pero las milpas están raquíticas por la falta de lluvia; enclavado en una colina se encuentra el caserío de la hacienda de San Miguel Salado. Cuando llegan algunos peones se quejan de que las tropas de Murguía se llevaron reses y animales domésticos; un anciano asegura que don Venustiano estuvo en la hacienda y le oyó dictar algunas órdenes para la inmediata reparación de las vías férreas.
De regreso a los trenes atraviesan por terrenos donde el día anterior se combatió y aún están frescas las sepulturas donde fueron enterrados los combatientes muertos. El general Treviño ordena que se detengan, les recomienda a sus acompañantes que procuren por todos los medios a su alcance que no se cause ningún daño al presidente Carranza, porque ni política, ni moralmente, les conviene acabar con la vida del señor Carranza, de lo contrario estarán cometiendo actos que los pongan al mismo nivel de Victoriano Huerta con relación al presidente Madero. “La revolución respetará la vida de don Venustiano Carranza.”


SALEN TROPAS PARA HUAMANTLA
Únicamente para EL UNIVERSAL
Apizaco, Tlaxcala, mayo 12 de 1920.
Hoy por la mañana se movieron de esta plaza, rumbo a Huamantla, fuertes contingentes de tropas, de las que mandaba el general Reyes Márquez, con el objeto de hostilizar la retaguardia de los trenes del señor Carranza. Como se tiene noticias de que la vía fue levantada a ocho kilómetro de aquí, salió un tren de reparaciones.
VIENE EL GENERAL ARTIGAS
A la salida de las tropas del general Murguía de esta plaza, aún llevaban en calidad de prisionero de guerra al general Francisco Artigas, de quien se venía rumorando había sido pasado por las armas.
LA DEFENSA DE LA SIERRA DE PUEBLA
Como se teme que el señor Carranza y sus acompañantes puedan dejar los trenes en que viajaban y tomar la sierra, llevando a sus principales contingentes, los jefes militares en Amozoc y Tehuacán acaban de recibir órdenes a efecto de que muevan sus tropas a determinados puntos, a fin de evitar una sorpresa por parte de los soldados del general Murguía. Estas tropas, según informes recibidos aquí, deben haber comenzado a moverse desde hoy por la mañana.
LA SALIDA DEL GENERAL JACINTO B. TREVIÑO
Hoy, a las siete de la mañana, comenzaron a salir los efectivos que al mando del general Francisco Cosío Robelo llegaron anoche de la capital, y que tienen por objeto operar en la región de San Marcos.
Así mismo, salió el general Jacinto B. Treviño con sus tropas. En ese tren viaja el señor Carlos Quirós, enviado especial de EL UNIVERSAL, y el fotógrafo Agustín Muñana.
El Corresponsal en Apizaco.

Un mantel oloroso a pólvora


PRIMERA JORNADA A CABALLO
12. Aljibes la estación aciaga

Su sombrero cortaba el aire denso con un sonido melancólico. Tratando de mantener la figura enhiesta avanzaba el jinete, los perros del pesar rasgaban su ropa, mordían su carne, destrozaban su ego pero no quiso voltear la mirada. Atrás quedaba la ruina de los ferrocarriles destruidos, los cuerpos masacrados, el humo denso contaminando el aire, los primeros zopilotes llegando a los caballos, los gritos de horror de las mujeres, el sollozar de los heridos, la silla presidencial con su suerte de perra, un vagón lleno de timbres y de oro, el olor a muerte, el sentimiento amargo de la traición, la ametralladora encasquillada, el sonido del clarín tocando retirada, los desertores que se unían al enemigo sin rastros de vergüenza, una avioneta destrozada simbolizando la caída, la nostalgia de una vida llena de adulaciones, el sabor a muela picada de la triste derrota.
Atrás dejaba Aljibes, la estación aciaga, los primeros zopilotes llegando a los caballos, la silla dorada con su suerte de perra, la ametralladora encasquillada; adelante se alzaba Santa María Coatepec, el Cofre de Perote, la aventura y la desesperanza.
Atrás quedaba la ruina de los ferrocarriles destruidos, el sonido del clarín tocando retirada, una avioneta en llamas simbolizando la caída, el sabor a muela picada del desastre; montado en su caballo, como flotando en círculos, sin detenerse pero sin avanzar, como flotando, oía el grito de horror de las mujeres, el sollozar de los heridos, Venustiano Carranza daba órdenes, agitaba las manos, oía el grito de horror de los heridos, el sollozar de las mujeres, miraba el río de cuerpos de los desertores que se unían al enemigo sin rastros de vergüenza, como flotando destilaba su amargura, sentía el olor a muerte impregnado en sus barbas, como flotando, sin avanzar pero sin detenerse, anclado en un tiempo que no tenía memoria, un grito agónico se le escapó de la garganta: ¡Ahora sí, ya nos llevo la chingada!
Mientras el grupo que seguía al jinete de la figura enhiesta se iba recomponiendo en una caravana que más parecía desfile de un circo, todavía se escuchaban disparos en los carros quemados. Una línea de caballería cuidaba el despegue de la columna para que se alejara de ese lugar fatal: Aljibes. Clara era la derrota de las fuerzas constitucionalistas mermada por las traiciones. Ahora había que buscar un respiro para poder reorganizarse y la sierra de Puebla parecía la tierra prometida.

domingo, 17 de julio de 2011

Un mantel oloroso a pólvora


11. Esta muerte es de mal agüero

Enterado de que el general Herrero había llegado a Chicontla, Panchito Cabrera, motivado por la curiosidad, se paseaba enfrente de la casa de Leoncio Rivera donde estaba hospedado. Se escucharon las campanadas llamando a misa de seis. El sol apenas enviaba como embajadora a una aurora rosada.
En una casa cercana se escuchaba el batir de palmas preparando el itacate. Montado en su mula, naciendo de la calle, un jinete llamaba a su perro con un silbido largo.
¿Qué estará pasando? - pensaba - ¿por qué nos mandaron llamar tan temprano? ¿Acaso tendremos que salir a algún lado? La curiosidad le picaba como una gusanera. Al caminar pensativo estuvo a punto de pisar una caca de perro. ¡Pinche perro cochino, no pudo hacer su porquería en otro lado.
Cuando se abrió la puerta de la casa se acomodó el sombrero. Era el primero que llegaba. Ahora sí podría saludar al general herrero a su gusto; pero el que se asomó fue Leoncio, quien lo saludó agitando la mano. Pronto volvió a meterse y Panchito se sintió desilusionado. Este cabrón me va a volver a presumir de su amistad con el general.
Rodolfo Herrero salió de la casa poniéndose el sombrero como era su costumbre, sus hombres lo estaban esperando. Caminó hasta la mitad de la calle, ellos se desprendieron del mercado, que era una construcción rectangular con pilares cuadrados de piedra labrada y techo de teja. Esa era una de las obras iniciadas por el general en la región; había mandado construir caminos empedrados, puentes, escuelas, fuentes y algunos palacios como el de Patla, por eso la gente lo quería y lo respetaba.
−¡Buenos días, muchachos!
−¡Buenos días, señor! −contestaron a coro.
−Los mandé llamar porque me han dado una encomienda. Me dicen que el Presidente de la República viene cabalgando por el rumbo de Tlapacoya y es probable que pase por aquí. Lo acompaña un grupo de militares, entre ellos viene el general Mariel. Debemos estar pendientes para apoyarlos en todo lo que necesiten. Miguel y César se encargarán de organizarlos para montar las guardias. Cualquier información que tengan me la harán llegar de inmediato. ¿Entendieron?
Sin esperar respuesta, dio media vuelta y se metió a la casa. Desde ahí escuchó las órdenes de su lugarteniente.
−¡Pancho y Andrés se suben a la torre de la iglesia; no olviden la largavistas! ¡Eugenio, escoge a cinco y te vas a vigilar el Paso de Chila; llévate caballos de refuerzo para avisar en caso de emergencia!
De inmediato la gente empezó a movilizarse.
−César, el coronel me pidió que junto con el “Güero” te vayas a Patla y estés pendiente. Mandas otros que vigilen desde el cerro.

Confirmada la ruta del patriarca por sus dominios, Rodolfo Herrero giró instrucciones para que fueran a pescar a las pozas cercanas a su rancho en Progreso, con el ánimo de preparar un caldo de pescado al mandatario. Leoncio comisionó a Lázaro para que cumpliera la instrucción. Comprometieron a una docena de pescadores; por ser un buen nadador se le pidió a Delfino que se integrara al grupo.
Salieron a las cuatro de la mañana de Chicontla; a las seis estaban arribando a las pozas de “La víbora”. Se encendieron fogatas en la orilla, mientras se preparaba la operación: a una piedra plana se le amarraba una “macilla”, que era un cohete muy potente y con la mecha encendida se arrojaba al centro de la poza. La detonación ocurría dentro del agua y, por el estruendo, los peces morían o quedaban atontados. Entonces los pescadores más experimentados se sumergían cuatro o cinco metros de profundidad y recogían los peces que quedaban muertos en el fondo del lecho pedregoso. Otros, se apostaban en la cintura del vado atrapando a los peces que eran arrastrados por la corriente.
Como una jauría de perros acuáticos, lo peces moribundos trataban de escapar corriente abajo, boqueando ansiosos para conseguir oxígeno. Unos eran capturados con las manos, otros, con morrales y arrojados a la orilla donde los apilaban en costales.
Como los demás pescadores se sumergían al fondo de las frías aguas y emergían con tres pescados, dos en las manos y uno en la boca, Delfino pensó en imitarlos. Subió a una roca, se tiró al agua, bajó hasta el fondo, tomó un pescado, se lo metió a la boca, y trató de tomar otros dos con las manos. Con los pies, se impulsó desde el fondo, pero el pez que había mordido quiso soltarse de sus dientes y se le incrustó en la garganta; desesperado, Delfino trató de sacarlo de su boca, pero fue inútil y empezó a tragar agua; vino pronto la asfixia. Su cuerpo fue descubierto flotando como un tronco macabro. Se suspendió la pesca. Todos regresaron en silencio a Chicontla.
−¡Esta muerte es de mal agüero! −dijo Lázaro arrastrando la pena con los pies.

Un mantel oloroso a pólvora


10. El destino de Rosita

Leoncio escuchaba el rumor del otro cuerpo moviéndose en la cama; su compadre Rodolfo tampoco dormía, la expectación los mantenía despiertos. ¿Qué hacer en esta encrucijada? ¿Cómo ejecutar una orden sin contravenir el orden constitucional del país? ¿Por qué les habían ordenado a ellos tomar ese riesgo? Quería dormir, era desesperante no hacerlo, entonces empezó a pensar en esas pomas rosas que cortaba de niño y eso le trajo el aroma del pelo de Rosita y su recuerdo empezó a llegar con la noche de insomnio:
Rosa tenía diecisiete años, había nacido en un rancho cercano a Zacatlán. Su vida era una historia parecida a la de muchas mujeres que vivieron la época revolucionaria; uno de los hombres del general Herrero apodado “Bigotes” la había raptado aprovechando que la tropa entró a una ranchería buscando zapatistas. Se la trajo a la fuerza, como era la costumbre; ella se defendió cuando la subieron al caballo para separarla de su madre. Dicen que el muchacho tuvo que batallar muy duro para doblegarla porque se defendió como gata boca arriba. Con el paso de los días descubrió el fuego de la pasión cada vez que se revolcaban en la cama y, sin pensarlo, empezó a querer al hombre que la rapto de su hogar. Se le incendiaron las mejillas, sus ojos brillaban de una manera distinta, se le veía contenta. Poco a poco se aferró a ese hombre que la hacía sentir mujer y que era lo único que tenía a su lado en ese pueblo olvidado de Veracruz. Huérfana de padre, había crecido sola, su hermano mayor había muerto en un asalto al tren en la estación de Beristaín. Su destino estaba marcado por la tragedia pues una bala perdida que surgió de una pugna entre borrachos, en Coyutla, le arrebató la vida del muchacho cuyo nombre había maldecido para siempre. Eso le habían dicho, así lo habían contado; nadie le dijo que la bala había salido de la pistola asesina de Hermilo Herrero.
Sepultó al “Bigotes”, luego la muchacha se fue del pueblo y regresó con su madre para aposentarse en una casa que le había sido donada por el general Herrero en Chicontla. Se volvió huraña y sombría; ahora, los hombres la miraban con una lujuria de perros que siguen a sus hembras. Herminio Márquez también la pretendía, pero por una extraña razón siempre lo rechazó; después le dijo a Leoncio que Herminio tenía una mirada malévola, cuando la cortejaba sentía una mala vibra, una especie de mal augurio en su futuro y que ella ya no quería perder a otro hombre en pleitos de cantina.

Esa noche, Leoncio la esperaba en la penumbra. Lanzó una pequeña piedra a la casa de tejamaniles y esperó con los nervios crispándole las manos. La noche encendía su reinado, los perros ladraban a lo lejos; apenas se escuchaba el rumor del río que acomodaba piedras en su cauce. Se abrió una puerta: Rosita parecía una mañana enmedio de la noche. Descalza, caminó despacio; la tela de la bata dibujaba sus formas.
−Te esperaba −dijo y se abrazó a su cuerpo. Toda ella temblaba de emoción.
−Rosa, Rosita, rosario de mis penas −contestó atrayéndola con fuerza.
Se besaron como locos, con una furia contenida desde el momento que se vieron en la plaza del pueblo. Ese día sus miradas coincidieron un instante; él cortaba un pedazo de carne, atrás pendía la res sacrificada; a cómo está la maciza preguntó con sus ojos de ardilla, palpitantes, encendidos. Tenía el pelo suelto de color arena, los ojos cafés y la boca sensual, algunos lunares en el cuello resaltaban en la piel blanquísima. Turbado, solo alcanzó a decirle a como tú digas, mi reina. Ella engalanó la mañana con la luz de sus ojos, se encaminó al mercado y lo dejó perplejo.
Ya no hacían faltas palabras esa noche. Se besaron con la furia del agua que corre en una gruta. Sus manos, hábiles con los cuchillos, asediaron la cintura perfecta. Una escaló despacio hasta tocar su pecho, caracola marina que se abría al paso del molusco. Buscó el cuello y su lengua recorrió ese espacio destinado a la luna. Ella se estremecía, con las uñas castigaba su espalda. Sin pensarlo, bajó una mano hasta tocar los muslos. Ella se resistía, pero su cuerpo agradeció el intento y abrió las piernas con una invitación a la aventura. Como peces ansiosos, sus dedos subieron y bajaron, lentos, pausados, febriles, en su sexo alborotado; con un quejido de hembra atormentada desbordó sus aguas en el vasto continente del deseo. La sintió húmeda, agitada, con deseos de posesión, mientras a él le crecía un animal embravecido en medio de las piernas.
De espaldas, agachada, ella se apoyó en unas piedras. Marcado por la urgencia, él se acopló a su cuerpo hasta que ambos encontraron el ritmo del deseo. Ella se abrió a su paso como el Mar Rojo a la orden de Moisés. Entraba, salía, entraba, salía. Avanzaba, arremetía, era un hombre ansioso que buscaba la tierra prometida. Luego vino una explosión, una comunión donde el pan era carne y el vino un flujo de líquidos calientes. El mar los alcanzaba, los cubría con sus aguas. Atrás quedaba el páramo desértico, la sed insatisfecha, adelante se alzaban los oasis y el fin de la jornada. Pronto llegó el silencio, la respiración entrecortada, la vuelta al mundo real.
−Soy una pecadora, −dijo ella levantándose− pero no importa que me vaya al infierno.
Urgida de calor, buscó las ramas de sus brazos para sentirse nido. La torre de la iglesia se reflejaba al fondo iluminada por una luna cómplice.

Un mantel oloroso a pólvora

9. La suerte estaba echada

El general Herrero ya conocía al viejo por las fotografías de un diario que había comprado en México. Curiosamente, cuando estaba en su casa revisando sus cosas, descubrió en las páginas de El Universal la imagen del hombre que le habían ordenado asesinar. Ahí estaba la foto: Carranza vestía un traje claro, con un saco enorme y el chaleco cerrado sobre cinco botones; a su izquierda se encontraba un militar a quien no pudo identificar; rodeaban al Presidente algunas personas vestidas con levitas, leontinas y sombreros de fieltro; sin embargo, además de Carranza, llamó su atención la figura de un niño como de diez años, mirada perdida, overol y camisa blanca de manga larga. El pequeño jugaba entre sus manos con un sombrero de tela, parecido al que usaban los maquinistas. La imagen del infante le trajo al General la de su hijo Aurelio, en una fotografía similar que se habían tomado en Poza Rica. ¿Qué hacía un niño de mirada sombría en medio de tantos adultos? ¿Acaso los pequeños pueden comprender el universo de intrigas y traiciones a que están acostumbrados los mayores? El general retiró el periódico y lo puso en la cama, pero el niño lo seguía mirando con reproche. Repitió la palabra traición y la sintió en sus labios como si fuera carne achicharrada. A pesar de ser un hombre acostumbrado a tutearse con la muerte, un ciempiés de hielo le recorrió la espalda y le trepó a las sienes con un estremecimiento de locura.

La suerte estaba echada. El general Herrero recordó que la decisión había sido tomada en una reunión urgente de muy alto nivel en el poblado de Coyutla, donde dos días atrás, algunos militares habían sido convocados de manera discreta: el general Alberto Basave y Piña llevaba la batuta; exhibió un telegrama que había recibido desde México, en el que Álvaro Obregón ordenaba combatir al Presidente, pues era el único obstáculo para pacificar al país. Eso se dijo. Había que combatirlo y darle muerte si era necesario. Todos los firmantes del Plan de Agua Prieta debían cumplir esas órdenes sin excusa ni pretexto. Más tarde serían recompensados: solvencia económica y ascensos militares estarían asegurados de por vida. Les dijo que la mayoría del ejército ya había reconocido el Plan de Agua Prieta.
Mientras Basave los exhortaba para cumplir con el mandato, Rodolfo Herrero entrecerró los ojos para mirar a un joven militar que, sentado a su derecha, con una vara seca se golpeaba las botas: era alto, delgado, serio, hasta podría decirse que era tímido; sus orejas grandes, su bigote recortado, contrastaban con sus ojos, tenía una mirada melancólica, casi tierna, parecía tener veinticinco años: era el coronel Lázaro Cárdenas. Sin embargo, pese a su juventud, el Coronel Cárdenas comandaba la zona militar de Tuxpan y era bien querido por su tropa. No habló durante toda la reunión, pero al final dijo:
−Vamos a cumplir con mi General Calles. ¡Maximino, Manuel, telegrafíen a sus paisanos para que se unan a la causa! Deben estar atentos.
Reiterativo, Basave los comprometió a cumplir cabalmente con el pacto evitando que el contingente saliera de la sierra. Cárdenas estaría en Poza Rica y en Papantla; le habían dicho que Guajardo venía acechando por la retaguardia; fulano en Tulancingo; él mismo iría a Teziutlán.
−El viejo está rodeado. No tiene escapatoria. ¡A reventar caballos, −dijo exaltado− todo mundo a ocupar sus posiciones!

Así las cosas, el general Herrero no podía arrepentirse pero tenía que pensarlo muy bien para deslindar su responsabilidad. Ahora la comitiva estaba en su territorio; él era el indicado para cumplir las órdenes.
Tomó otra vez el periódico mirando con atención al niño, pero sus ojos se fueron tras la figura del hombre de la barba. El personaje poseía un atractivo parecido a su pasión por las armas. Quizá era su atuendo militar como el que siempre soñó portar cuando lo revolcaban las fiebres de la canícula de agosto; quizá era su gesto severo y su mirada enigmática; quizá era la aureola de poder que lo investía y lo dotaba de un magnetismo indescifrable; quizá sólo era la sensación que tiene el cazador cuando se enfrenta con su presa.
Cuidadosamente dobló el periódico para meterlo en un baúl al que cerró con llave. Aventó su sombrero con desgano, colocó su pistola debajo de la almohada, se recostó sin descalzarse los botines, sopló sobre el quinqué e intentó escapar de sí mismo metiéndose en el sueño.

Un mantel oloroso a pólvora

8. La leva

Serían las dos de la tarde. A pesar del calor, soplaba un vientecillo refrescando el ambiente. Leoncio venía arreando a su mula cargada con leña seca. El domingo iba a matar una res y le hacía falta la leña. En esa parte plana del potrero abundaban los árboles de mango. De puro contento silbaba una melodía, una vaca suiza había parido un becerrito cuatezón. A lo lejos venía un grupo de hombres a caballo, por instinto, se acomodó la pistola debajo de la camisa. Al salir de una curva, seis hombres armados le gritaron el ¿quién vive?:
—Me llamo Leoncio Rivera −dijo mirando a los desconocidos−, soy vecino de Chicontla.
—No te preguntamos de dónde eres, muchacho. ¡Queremos que nos acompañes!
—Yo no debo nada. Soy un hombre de paz.
—Eso no nos interesa. ¡A ver, ustedes, descarguen la mula! ¡Ustedes dos, amarren a este muchacho!
Entendió que no debía poner resistencia y dejó que lo registraran mansamente.
—¡Señor, este muchacho viene armado!
—Pues quítenle lo valiente, ¡chingao!
No pudo esquivar el culatazo de un rifle que se impactó en su estómago y se dobló con el rostro descompuesto por la falta de aire. Otro golpe en la espalda lo tiró sobre el pasto.
—¡A ver si eres cabrón, levántate!
—¡Yo no debo nada!, por qué me pegan?
—¡Cállate, pinche maricón!
Todavía recibió una patada en las costillas, pero su instinto le ordenaba no oponer resistencia y se quedó en el suelo.
De nada valieron las súplicas del muchacho. Los dos hombres se terciaron sus carabinas, luego le ataron las manos con un mecate.
Antes de proseguir su marcha rumbo al cerro, le dijeron a manera de burla:
—No te preocupes, muchacho. Nos vamos a la bola. Desde hoy estás bajo las órdenes de mi coronel Hermilo Herrero.
Leoncio tropezaba a cada momento. Burlón, un mercenario lo jalaba con una reata como se jala a una res. El hombre se divertía mucho mirándolo desde la silla de su caballo.
—¿No que eras muy cabrón? A ver si aguantas.
Al llegar a la cumbre se encontraron con un grupo de mujeres; las acompañaban dos niños esqueléticos. El prisionero aprovechó el momento para mandar un recado:
—¡Díganle a Mariquita que no me espere a comer!

Cuando María supo que a Leoncio se lo había llevado la leva, puso el grito en el cielo. Estaban recién casados y no quería desperdiciar su vida como una viuda. Ordenó a un criado que le ensillara un caballo; agarró la víbora del dinero y la echó en un morral, acercó una silla para subirse al animal, se acomodó su rebozo cubriendo las blancas piernas y se fue a galope tendido con el mozo persiguiéndola como loco. Quería llegar a Progreso antes de que anocheciera, el general Rodolfo Herrero la tendría que escuchar.
Así se conocieron. Una noche en que el aire caliente de Progreso de Zaragoza atemperaba los cuerpos. Una noche, en el patio de una casa, en que María le reclamaba por la vida de su hombre. "No es justo que estando recién casada tenga que vestir de negro". Eso le dijo cuando bajó del caballo con las trenzas alborotadas sobre la cara, la mirada suplicante y el corazón en la boca. El general se le quedó mirando como queriendo reconocerla:
—No eres tú la hija de Atilano Álvarez?
—La misma que viste y calza. Y quiero que libere a mi marido, por eso vine hasta acá.
—No te preocupes, muchacha, si no le va a pasar nada.
—Cómo no me voy a preocupar, estamos recién casados.
—Ya no te preocupes. Y cómo está tu papá?

Así se reconocieron, con la noticia de que Leoncio estaba casado con una hija de Atilano, hermano de Elías Álvarez, los hombres más ricos que vivían en Chicontla, dueños de casas, tiendas, potreros y chilares. Ella era María, la más pequeña, de diecisiete años, de pelo claro y rizado que se acomodaba en unas trenzas con listones de colores. Así le cambió la vida a Leoncio, pues el general Herrero lo invitó a sumarse a sus tropas distinguiéndolo con un grado miliar.
−En esta época, el mejor oficio es la carrera de las armas −dijo el general brindando con sus invitados.
Así que a Leoncio Rivera quien por su desempeño en otras tareas ya ostentaba el grado de Capitán 2/o., pronto le vinieron comisiones para reclutar gente:
EJERCITO NACIONAL.
Número 23.
34/a. Jefatura de O. Militares.
Columna Expedicionaria.
ASUNTO: Comunica orden de reclutamiento en Chicontla, Patla y Coamaxalco, Pue.
Al C. Capitán 2/o. Leoncio Rivera.
Chicontla, Pue.
El C. Coronel Eliseo Páez Jefe del 2º Batallón de Línea, en oficio número 1704 de fecha 7 de los corrientes, me transcribe el telegrama número 5595 de la 34/a. Jefatura de Operaciones Militares en la República y que dice lo siguiente: "
Comunique esto General Herrero diciéndole que lo autorizo para que reclute violentamente toda la gente que pueda a la que se armará y se le pagarán haberes".
Lo que me honro en insertar a Ud. para su conocimiento, a fin de que en mi representación reclute el mayor número de gente que le sea posible en los pueblos de Patla, Chicontla y Coamaxalco, Pue., haciendo una lista de ella a fin de enviarla a la Superioridad para que mande fondos para socorrer a dicha gente.
Protesto a Ud. mi más atenta y distinguida consideración.
La Unión, Pue. Diciembre 12 de 1919.
El General Rodolfo Herrero.

martes, 28 de junio de 2011

Un mantel oloroso a pólvora


7. Leoncio Rivera estaba pensativo

Leoncio Rivera estaba pensativo. Su compadre Rodolfo comentó sobre el plan, pero tenía miedo al pensar en el asunto: Participar en la encomienda era un riesgo, como tomar entre sus manos una navaja de dos filos; en el acto, podía ser herido de bala o morir en el intento; en lo futuro, su nombre y su apellido podrían ser vilipendiados por la Historia. Otra vez reflexionó metódicamente la propuesta y los antecedentes: "¿Porqué querían acabar con el viejo? ¿Quién era Bonillas allá en México? ¿Qué hacía el coronel Cárdenas en Coyutla? Con la muerte del viejo, ¿se acabarían los logros de la Constitución? ¿El nuevo Presidente sería un militar o un civil? Y si lograran consumar el atentado, ¿qué pasaría con los prisioneros? ¿Qué pasaría con los participantes después del atentado? ¿El alto mando militar cumpliría con sus promesas? ¿Obregón cumpliría su palabra? ¿Y si el telegrama fuera falso?"

PRESUNTO TELEGRAMA QUE RECIBIO ALBERTO BASAVE Y PIÑA:
"Tengo informes de que por esos rumbos va don Venustiano Carranza con una escasa comitiva. Atáquelo y aniquílelo, que es el único obstáculo que hay para la completa pacificación de la República.
Muy afectuosamente. Álvaro Obregón."

Leoncio Rivera estaba pensativo. Era un soldado irregular que en sus tiempos libres se dedicaba al campo, a la venta de carne de res, por eso no entendía la manera de conceptuar la política de los altos niveles, donde los militares siempre tomaban las decisiones importantes. "Y cómo no –pensó− si los últimos diez años el país se ha desangrado por las constantes luchas de los grupos militares para conseguir el poder. Desde que Madero le hizo un hueco a la soberbia de don Porfirio, luego las hazañas del Centauro, hasta la sublevación de Zapata contra el carrancismo. ¿Cuántos muertos yacían enterrados en el campo mexicano? ¿Cuántos despojos se habían quedado colgados de las ramas de los árboles? ¿Cuántas viudas y huérfanos deambulaban como perros sin dueño? Y ese Zapata, no me dijeron en Coyutla que Carranza lo había mandado matar, que el viejo tenía las manos manchadas de la sangre de Emiliano. Entonces, digo, el que a hierro mata, a hierro muere”.

Esta era una situación de emergencia, parecida a la de 1919, cuando lo mandaron como espía a Tulancingo, querían saber cómo se movía el enemigo, cuántos hombres eran, cuántos pertrechos, si era verdad lo de las ametralladoras, pensó dándole vueltas a las ideas en su cabeza. Esa ocasión lo habían mandado como si fuera un comprador de mulas, le dieron dinero suficiente para aparentar riqueza, advirtiéndole que si lo descubrían no se harían responsables de su suerte. Lo enviaron por indicaciones del mayor Aarón Valderrábano, confiando en su buena estrella y un salvoconducto como único documento por escrito. Él guardaba el papel, ya maltratado:
Ejército Nacional
BATALLON
Brigada. 15
1ª. Compañía.
A las Autoridades Militares y Civiles, a quienes fuere presentado el portador C. Leoncio Rivera, se les suplica guarden toda clase de consideraciones y le den garantías que fueren necesarias y que la Ley otorga.
CONSTITUCIÓN Y REFORMAS.
Villa Juárez, Puebla, junio 20 de 1919.
El Mayor.
Aarón Valderrábano

Igual que muchos revolucionarios, Leoncio Rivera había bailado al son que le tocaron. Fue maderista, villista y carrancista, hasta que en su camino se aparecieron dos senderos. Águila o sol. Él estuvo en Coyutla, la reunión fue secreta, la orden clara: matar a un hombre.
La luz del quinqué reflejaba su sombra en la pared. Era la sombra de un hombre abatido por el miedo. Sus temores habían vuelto a escaparse de la caja de Pandora. Tan grande es el miedo a lo desconocido que logra paralizar al más valiente. "Uno puede morirse en la batalla combatiendo con otros. Ahí se lucha para sobrevivir. Pero emboscar a alguien que representa un símbolo es otra cosa. El Presidente es como el himno o la bandera. No puede uno cagarse en la bandera y fumarse un cigarro, chingao”. Pero se repitió que era un soldado y, por lo tanto, un militar sólo obedece órdenes. Quiso matar a los demonios que habitaban en su mente, secarlos y salar la carne de sus cuerpos. Así, de paseo por su memoria, fue buscando el origen de sus miedos:
Era una noche en que se podía oler el aroma de los jobos en el aire nocturno y se sorprendió al mirar, a la luz de su lámpara de mano, grupos de zopilotes en los árboles que marcan el lindero del camino a Patla; desconcertado de ver tanto animal acechándolo con sus ojos saltones caminaba despacio, de pronto, sintió que el suelo se hundía bajo su peso y algo viscoso se atoraba en una de sus botas, bajó lentamente el haz de luz y un grito salió de su garganta: la panza abierta de un caballo muerto yacía con las tripas picoteadas. Un erizo de miedo se acomodó en su pelo y atrincheró sus púas matándolo de miedo, ya no paró de correr hasta llegar al pueblo.

O esa mañana, cuando le avisaron que unos villistas le estaban robando su ganado y fue al potrero y se encontró con la muerte en forma de emboscada. Escuchó el tronido de los rifles: las balas de un 30-30 lo persiguieron como avispas, mientras corría en zigzag para salvar su vida. Cuando llegó a su casa, preso de un temblor incontenible, dio gracias a la Virgen por el milagro de traerlo con vida, pues su sarape venía perforado por las balas y sólo una había alcanzado a anidarse en su espalda.

Recordaba atemorizado esa noche que venía pleno de disfrutar los amores de Rosita, cuando al pasar por un costado de la iglesia un animal enorme se le paró en dos patas, dos veces le ladró escupiendo un fuego demoniaco, lo aterrorizó con su mirada fiera, lo hizo recular como si fuera hembra hasta que el miedo se le secó en la boca. Cerró los ojos como no creyendo; el animal amenazó morderlo. "Cruz, cruz, que se vaya el diablo y venga Jesús" dijo haciendo la señal milagrosa y el maldito desapareció al conjuro del nombre del Señor. Cuando por fin apaciguó sus ansias y pudo controlar el potro desbocado que le corría en el pecho por temor al nagual, se dio cuenta del tamaño de su miedo: había orinado sus calzones.

Ahora estaba ahí, anclado en otra isla de temores. Solo, sin nadie en quien confiar en este mundo; pero en el otro cuarto, en el contiguo, descansaba su compadre Rodolfo Herrero. "En buena hora ha venido a sonsacarme", sonrió irónicamente. Sopló sobre el quinqué. Empezó a recordar cómo había conocido a su compadre.

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6. Ya somos carrancistas

Con el sopor de la tarde causando estragos, los invitados departían bajo las sombras de unas jacarandas. Era un patio amplio, había árboles frutales de naranja, limones y anonas; del lado derecho, paralelo al arroyo que corría de norte a sur, estaban los macheros, donde acomodaban hasta veinte animales, entre mulas y caballos. Al norte se alzaba la casa principal, con amplias paredes de piedra y techo de tejas. La tienda daba a la calle que llegaba al centro del poblado, era la más surtida en abarrotes. Hasta ella llegaban comerciantes de San Pedro Tlaolantongo, Encinal, Coamaxalco, Patla y Coyutla para adquirir sus mercancías, pues don Elías compraba al por mayor en Villa Juárez, valiéndose de una recua de doce mulas. Al poniente se alzaban tres chozas sencillas que eran ocupadas por los criados y el caporal.
La fiesta estaba poniéndose de ambiente. Los señores tomaban cerveza, los criados, refino. El general Rodolfo Herrero era el centro de la plática; estaba contando su rendición ante el general Mariel en Xicotepec:
—Había que decidirse. Los constitucionalistas habían ganado batallas y ciudades importantes. El círculo se cerraba alrededor de Carranza y en esta vida hay que estar con los ganadores. La política es una suerte de simulación. Los militares no somos políticos, pero tenemos el derecho de estar donde más nos conviene. Así que hoy ya somos carrancistas, mañana quién sabe. ¡Salud!
−¡Salud, general!

Empezaba a pardear la tarde en Chicontla, el calor aminoraba. El alcohol ya había cobrado sus primeras víctimas. Por el acceso trasero de la construcción apareció la figura de un jinete, los perros lo recibieron con una andanada de ladridos. El hombre se acercó quitándose el sombrero:
—Señor, el general Alberto Basave y Piña lo busca en Coyutla. Dice que es urgente platicar con usted. Son órdenes del alto mando.
—Pero qué pasa; hubo alguna desgracia?
—No, señor, pero dice que debe hablar personalmente con usted. Lo acompañaban dos soldados; parece que es urgente.
—Entonces vamos a despedirnos para salir en este momento. ¡Miguel, que el clarín de las órdenes de botasilla!
—Sí, señor, a la orden!
—¡Leoncio, que traigan mi caballo!
La salida intempestiva del general Herrero y de sus hombres no influyó en el ánimo de la fiesta, los vecinos estaban acostumbrados a este tipo de partidas.
—¡Salud, compadre, brindemos por Candelario!

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5. Un improvisado cirujano

En la casa de Elías Álvarez reinaba el desorden. La niña, recostada en un catre, se quejaba. El general se agachó para revisarle la pierna: un pedazo de hueso astillado se asomaba entre las carnes. La chiquilla, mirando la herida, gritaba asustada.
—Necesito agua hervida, señora, — ordenó—.¡ Y ustedes, súbanla con cuidado al mostrador! ¡Miguel, dame el botiquín que traes en el caballo!
—Sí, señor.
Recostada sobre una cobija que habían puesto en el mostrador, la niña abría sus ojos espantada como una lagartija.
—¿Cómo te llamas, pequeña?
—Margarita —dijo sollozando.
—No te preocupes, Margarita, te vamos a curar pero te va a doler un poquito. Mira, vas a morder este pañuelo, si te duele, me levantas la mano. ¿Me entendiste?
—Sí, sí, pero no me vaya a cortar la pierna —suplicó.
—No te preocupes.

Habían traído agua caliente en una palangana y unas toallas. El general se lavó las manos, luego abrió su maletín y sacó unos frascos con polvos, ungüento y vendas.
—¡Ahora sí! —dijo enérgico—¡ Agárrenla con fuerza de los brazos y piernas y no la suelten! ¡Margarita, muerde fuerte el pañuelo!
Al contacto de la gasa con el agua caliente sobre su piel, la niña dio un alarido y perdió el conocimiento.
—Mejor así, —murmuró el improvisado cirujano—. A ver si puedo colocar el hueso. Sería una lástima que esta muchachita no vuelva a caminar como Dios manda.
Luego se dio a la tarea de acomodar en su lugar la tibia fracturada. Sus manos buscaban afanosamente como embonar una parte del hueso con la otra; varias mujeres miraban la escena con ojos de tristeza.
—Una vez, −comentó el general −así curé a un becerro que se había quebrado una pata, pero luego se puso muy triste y tuvimos que matarlo… ¡Oiga, señorita, no se espante! la niña va a quedar bien, mejor busque unas tablitas para inmovilizarla.
El esfuerzo y el calor de la tarde lo hacían sudar; con su pañuelo se limpiaba la frente. Cuando comprendió que había terminado y los pedazos de hueso parecían encajados, comenzó a colocar las vendas con cuidado. El anfitrión, lo mismo que las mujeres, lo veían admirados.
—No creí que supiera curar este tipo de fracturas, general. Yo sabía que sacaba muelas, pero esto es más complicado.
—Así es don Elías, en esta vida hay que saber de todo, por eso tomé un curso por correspondencia —dijo a manera de broma—.
−¡Ah, que mi general!
−Tengo también unos venenos de víbora que son muy buenos para curar enfermedades.
−¡Venga, le invito una cerveza! Vamos a brindar por el éxito de la operación.
−Vamos! Mi asistente se encargará de entablillarla.
Los dos caminaron hacia el patio. Al pasar por la cocina vieron a la abuela tostando café en un comal, consternada. Ya le habían dicho lo que causó su momento de cólera. Rodolfo se le acercó, estimaba a esa señora pues era madre de Leoncio y varias veces había comido en su casa.
—No se preocupe, señora Nicolasa, la niña va a quedar bien —exclamó el general a manera de consuelo−. Consiga un manojo de hojas de chotomitillo y lo pone a hervir; luego lava la herida con cuidado, eso le ayudará a cicatrizar.

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4. Hermilo Herrero

Todo había sucedido el año anterior, en el mes de noviembre, cuando se celebraba la fiesta en honor de San Andrés, el patrono de Coyutla, en la que el coronel Hermilo había perdido dinero apostando en las carreras de caballos y traía un humor de los mil diablos. Para tranquilizarse tomaba unas cervezas, en una esquina de la plaza de armas, su cantina preferida; pero llegó el “Bigotes” muy contento de haber ganado la última carrera, esa en la que el coronel Herrero había perdido sus ganancias por culpa de un caballo tordillo.
—Esta tarde yo invito, señores. Cervezas para todos −había dicho el “Bigotes”.
Era un muchachito, de unos dieciocho años; sin ninguna experiencia como bebedor a las tres cervezas se andaba cayendo entre las mesas. Le apodaban Bigotes porque siendo niño se había pintado unos bigotes largos para parecerse a Emiliano Zapata; a los dieciséis años, obligado por las circunstancias de miseria, se unió a sus fuerzas y combatió a su lado, pero huyó de Morelos cuando los hombres de Guajardo traicionaron al líder agrarista pues había pena de muerte para todos los que lo hubieran apoyado.
—Aquí no hay nadie que le gane a mi caballo −decía con los ojos revoloteándole en la cara.
Hermilo lo miraba de reojo y escupía la tierra apisonada con esa expresión que le nacía cuando la ira lo quemaba por dentro.
—¡Alguien que le diga a ese muchacho que se calle, ya me está haciendo encabronar! −gritó de pronto.
—No le haga caso, coronel, ya está borracho. ¡Ahorita lo sacamos!
Pero nadie se movió para callarlo, todos los asistentes eran gente de confianza del coronel, así que nadie desconfiaba.
El muchacho se acercó a la mesa de Hermilo con un cartón de cervezas.
—No se enoje, mi coronel. Su caballo perdió ante un buen caballo. Y del jinete, pos ya mejor no hablo. Yo soy tan buen amansador como lo era mi general Zapata.
—Ya cállate muchacho, que estás diciendo disparates.
—No, coronel, yo le gané en buena lid a su caballo, sin trampas, y no me voy a callar. Mejor tómese una cerveza conmigo.
El muchacho movió la mano izquierda para tomar una cerveza del cartón y echó hacia atrás la derecha buscando su navaja para destaparla, pero Hermilo se levantó bruscamente y, sacando su pistola, le disparó dos tiros en el vientre. El estruendo se confundió con los cohetes. El muchacho lo miró sin entender, con una mirada de niño asustado. La cerveza resbaló de su mano, se fue de bruces sobre la mesa. Unas monedas rodaron por el suelo con sonido macabro.
—Ustedes son testigos, fue en defensa propia −dijo Hermilo con un tono que no admitía réplica−. ¡Este muchacho pendejo me quiso madrugar!
El Bigotes no llevaba pistola, la había dejado encargada en una tienda para poder montar el caballo en la carrera. Nadie dijo nada, todos se retiraron en silencio. La navaja brillaba en el suelo como una luna mala.
Cuando el general se enteró del suceso, fue a buscar a Hermilo que estaba en el potrero; le habló en un tono despiadado:
—¡Nomás no te fusilo porque eres mi hermano!—dijo colérico, luego le dio la espalda y clavó las espuelas al caballo.
Hermilo echaba lumbre por los ojos, se le secó la boca y arrojaba escupitajos en el suelo, luego los aplastaba con la punta de las botas:
−¡Todo por culpa de ese pinche muchacho!
Hermilo era muy parecido a su hermano mayor pero más alto y más fornido. Su mirada era dura y su rostro tenía un gesto como si estuviera enojado; el mentón cuadrado, el bigote abundante con las puntas hacia abajo, la patilla recortada, las orejas grandes, le asomaba una onda de su pelo castaño debajo del sombrero texano. Siempre vestía bien acicalado, su pistola al lado y en la hebilla de su cinturón resaltaban las tres letras (HHH) de su nombre. Pero su carácter lo diferenciaba de su hermano: era colérico, explosivo, frío, sanguinario, desconfiado, siempre enemigo de las normas y de la autoridad. Solo toleraba la autoridad de Rodolfo, sin embargo, era muy complaciente y cariñoso con sus dos hermanas menores: Consuelo y Elisa.
Hermilo siempre andaba custodiado por sus hombres: Abelardo Lima, asesino y sanguinario, fiel como un perro con su amo, capaz de matar a sangre fría a hombres y mujeres, callado, encargado de hacer los trabajos de eliminación de sospechosos o enemigos; Facundo Garrido, de carácter sociable, siempre andaba tras las faldas, buen rastreador, conocía todas las veredas de la sierra, también era asesino a sueldo, se distinguía de los demás por pelirrojo; Herminio Márquez, joven pero amargado, no medía consecuencias como si no le importara morir, belicoso, vengativo; lo aceptaron porque venía huyendo de los hombres de Barrios que habían matado a sus hermanos. Rodolfo Herrero y Gabriel Barrios eran enemigos declarados.

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3. Una canción para mi general.

Con el sopor del calor causando estragos los invitados departían en la casa de Elías Álvarez, en ese entonces presidente auxiliar de Chicontla, bajo la sombra de unas jacarandas. Esa tarde, en la comida para celebrar el bautizo de Candelario, el general Rodolfo Herrero fue agasajado como un gran personaje. En la mesa le acompañaron Elías Álvarez, Miguel Álvarez y su esposa Rosaura, junto con su hija Modestita; Leoncio Rivera y María Álvarez, los coroneles Cesar Lechuga y Miguel B. Márquez, el cura del pueblo, Delfino y su esposa que cargaba orgullosa al pequeño Candelario.

—A ver don Elpidio, venga a cantarle a mi general la canción que estaba ensayando en la mañana. A mí me gustó, espero que a usted también le guste, mi general —dijo Elías haciendo una reverencia.
El aludido se acercó, un tanto tímido, al grupo de hombres que saboreaba unas carnitas de cerdo. Era de mediana estatura, vestía un pantalón holgado, calzaba botines. En su cuello se enroscaba un paliacate rojo. Su rostro era sanguíneo, la frente despoblada, las orejas grandes, igual que sus manos. Levantó su instrumento apoyándolo en su hombro, entornó los ojos y comenzó a deslizar el arco sobre las cuerdas del violín, un sonido agradable se expandió en el ambiente. De su voz educada brotaron los primeros versos:
“Que bonitos ojos tienes/debajo de esas dos cejas/debajo de esas dos cejas/que bonitos ojos tienes.”
Su concentración era admirable, hombre e instrumento parecían haber sido creados el uno para el otro; por momentos no se sabía quién manipulaba a quién, la agilidad de las manos contrastaba con los sonidos agudos del violín.
“Ellos me quieren mirar/pero si tú no los dejas/pero si tú no los dejas/ni siquiera parpadear”.
El general hizo un gesto de aprobación con la cabeza, se quitó el sombrero, levantó su cerveza y dijo salud a los invitados.
“…besar tus labios quisiera/ beeeeesar tus labios quisiera, malagueña salerosa, y decirte niña hermosa.”
Al repetir la palabra besar, don Elpidio emitió un falsete propio de los huapangueros que llamó la atención de todos los presentes ganándose un aplauso prolongado.
…”como el candooooor de una roooosaaaaaa.”
La voz y el movimiento de la mano se detuvieron en el mismo instante. Las mujeres sonrieron complacidas, los hombres se pusieron de pie. Limpiando el sudor de su frente, el huapanguero agradecía los aplausos.
—¿Cómo se llama la canción, don Elpidio? −se interesó el general.
—Es un huapango que me encargó el “Árabe”, señor, pero todavía no le pongo nombre a la canción.
—A ver cuándo me hace usted el favor de acompañarme a Villa Juárez, me gustaría que le cantara esa canción a unos amigos −dijo guiñándole un ojo.
—¡Cuando usted ordene, mi general!

Al terminar la comida se oyó un alboroto de muchachas de las que atendían en la cocina, pues para evitar miradas maliciosas, un grupo de señoras respetables servía a los comensales.
— ¿Qué pasó, por qué tanto escándalo?
—¡Es que le quebraron la pata a Margarita!
—Se cayó del caballo?
—La abuela Nicolasa le aventó un leño porque le estuvo rezongando; no le quiso hacer un mandado.
—Busquen a don José, el huesero.
—N´osta. Dicen que se fue a Villa Juárez.
—¿Dónde está la niña? −preguntó el general, abriéndose paso entre las mujeres.
—Allá, en la tienda, enfrente de la casa. No la pueden calmar.

El general y su comitiva se levantaron deprisa, se dirigieron a la tienda para ver a la niña.
En otra mesa, algo ininteligible masculló el teniente Hermilo Herrero viéndolo pasar; sus acompañantes, que jugaban baraja, no se inmutaron, ni se movieron de sus asientos. Abelardo Lima, Facundo Garrido, Herminio Márquez conocían las reacciones violentas del hermano menor del general y nadie quería exponerse a contrariarlo; todavía estaba fresco el recuerdo del muchacho que vivía con Rosita.

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2. Rodolfo Herrero
La fama de pistolero que tenía Rodolfo Herrero se la había ganado a pulso. Cuando trabajó para el general villista Adán Gaviño en las Guardias Blancas de las compañías petroleras de la región de Poza Rica su sueldo era pagado en dólares, suficiente dinero para un hombre que vivía con una mujer y dos hijos. Así que, en sus ratos libres aprovechaba el tiempo para mejorar en el tiro al blanco. Cada día gastaba, cuando menos, cien balas perfeccionando su pulso, ya que la empresa le proporcionaba el parque que fuera necesario. Decían que era capaz de volar un cigarrillo de la boca de un paisano a veinte metros de distancia con su pistola calibre 44 o de pegarle un tiro a una moneda lanzada al aire para un volado. Facundo Garrido, uno de sus hombres de confianza, guardaba una moneda atravesada por un disparo suyo. Todo el rumor corría constantemente donde Herrero se paraba aunque nadie quería comprobarlo en carne propia.
Cuentan que un día, en su rancho de Plan de Progreso, logró abatir a un gavilán que estaba vigilante en lo más alto de un árbol seco, mirándolo por el diamante de su sortija como si fuera un espejo. Colocó su mano izquierda a la altura del rostro para mirar el reflejo del ave en la piedra, alzó su mano derecha con la pistola amartillada y jaló del gatillo: el gavilán cayó al suelo al mismo tiempo que el grito de admiración de sus asistentes.
−¡Es usted un chingón, mi general! −le dijo Miguel B. Márquez, alias el “Orejón”, quien era uno de sus hombres más fieles.
Él lo miró complacido, perdonándole la falta de respeto.
Rodolfo Herrero Hernández había nacido en Zacatlán en 1880. Comenzó la carrera de las armas en el Ejército Federal, pero cuando ocurrió el licenciamiento del ejército en 1914, entregó las armas al 23 batallón al que pertenecía y se incorporó a las fuerzas del General Daniel Cerecedo Estrada en Zacatlán. En 1915, Herrero se había adherido al intento de Félix Díaz de dar un golpe de estado contra el gobierno de la Convención de Aguascalientes pero habían fracasado. Al triunfar la revolución constitucionalista Herrero fue a prisión, pero fue amnistiado y regresó a la región de Villa Juárez. Herrero también había militado bajo las órdenes del general Manuel Peláez, enemigo del constitucionalismo, y de Adampol Gaviño, quiénes con armas y municiones se vendían al mejor postor extorsionando a las compañías petroleras de la zona de Poza Rica y de Tampico, cobrándoles un elevado impuesto por su protección. Las compañías pagaban muy bien por sus servicios manteniendo la inestabilidad en la zona petrolera pues temían que el gobierno carrancista aplicara en su contra el contenido del artículo 27 de la Constitución de 1917. Así, estuvo operando en la Huasteca veracruzana hasta el mes de marzo de 1919 cuando se amnistió al gobierno del presidente Carranza por conducto del general Francisco de P. Mariel en Villa Juárez, quien como Comandante Militar de la zona había extendido su política de pacificación hacia todos los rebeldes.
La rendición había sido en Villa Juárez, Puebla, el 8 de marzo de 1920. El general Francisco de Paula Mariel lo había convencido de que se amnistiara al gobierno de Carranza. Le iban a reconocer su grado de militar y el de su Estado Mayor; además de una cantidad considerable de dinero para pagar los haberes de su tropa. Era tiempo de vivir en paz, le habían dicho, y él así lo había creído pertinente. Nada de andarse cuidando las espaldas, ni de dormir poco, ni de sentarse a comer siempre pegado a la pared lejos de las ventanas. Por fin podría dedicarse a cuidar el rancho sin ningún sobresalto.
En los arreglos estipulados para la rendición de Herrero, su Jefe de Estado Mayor, Miguel B. Márquez, propuso las siguientes bases para la capitulación:
Primera. Que el general Rodolfo Herrero, con todos sus jefes, oficiales y tropa, reconocerían de hecho y de derecho el Gobierno legítimo del señor don Venustiano Carranza, cuya suprema autoridad respetarían en lo sucesivo.
Segunda. Que tanto al general Rodolfo Herrero, como todos sus jefes y oficiales, en nombre de la nación, se les reconocerían sus respectivos grados por la Secretaría de Guerra y Marina.
Tercera. Que las fuerzas del general Rodolfo Herrero serían reorganizadas y equipadas, dotándoseles de armamento y municiones y suministrándoles los haberes correspondientes a sus respectivos empleos.
Cuarta. Que dichas fuerzas, ya organizadas, se incorporarían a la Brigada del general Mariel, y bajo las inmediatas órdenes del general Herrero, guarnecerían la zona comprendida entre los municipios de la Unión, perteneciente a Huauchinango; Jopala, del Distrito de Zacatlán, (ambos del estado de Puebla) y Progreso de Zaragoza, Ver., y
Quinta. Que las bases propuestas serían sometidas a la aprobación de la Secretaría de Guerra y Marina; y una vez aprobadas también por el señor Presidente de la República, quedarían debidamente legalizadas y se firmarían en Villa Juárez, por ambos generales, ante la presencia del ciudadano Presidente Municipal y demás autoridades de la localidad, en la fecha que oportunamente se fijaría. De todos los trámites administrativos se encargaría el general Mariel.

Esa ocasión, el general Francisco de Paula Mariel, Oficial Mayor de la Secretaría de Guerra y Marina del gobierno de Venustiano Carranza, hizo su arribo a Villa Juárez acompañado de su Estado Mayor; luego llegó Rodolfo Herrero acompañado del coronel César lechuga, Miguel B. Márquez, de varios oficiales y de una pequeña escolta.
En la Plaza principal se levantó un templete para realizar la ceremonia. Los lugares de honor fueron ocupados por Mariel y Herrero, el Presidente Municipal, demás autoridades y vecinos distinguidos. Luego se procedió a declarar en forma solemne la rendición del general Rodolfo Herrero al Supremo gobierno, levantándose el acta correspondiente. Le tocó a Josué Galindo, Secretario del Ayuntamiento, el protocolo de la lectura del acta y las firmas correspondientes
Vino la celebración y las felicitaciones por la labor política de Mariel al haber convencido al general Herrero de su rendición, pues con esto llegaría el orden, la paz y el bienestar a esa zona. Se ofreció un banquete en honor de los dos generales; los huapangueros amenizaron la comida, se consumió del mejor vino; todos estaban contentos, hasta los antiguos enemigos tuvieron que darse la mano en señal de paz.
Al día siguiente, al regresar a la ciudad de México, hicieron un alto en Necaxa, donde nuevamente agasajaron a Mariel y a Herrero. Ya en Huauchinango, las autoridades los invitaron a pernoctar ahí para asistir a un baile que la sociedad les ofreció a los generales y a su comitiva. Esa noche en el Palacio municipal siguió latente el espíritu de camaradería y atenciones, mientras los jóvenes danzaban deleitándose con la música de los violines. En ese ambiente casi se podía tocar la paz con la punta de los dedos.
Rodolfo era un hombre robusto, de ancho tórax y brazos musculosos. Sus manos eran hábiles para ejecutar las suertes de los charros como el pial y las manganas. Montaba bien y en buenos caballos; seleccionaba personalmente los aparejos de sus monturas, tenía tres sillas de montar que Ernesto Herrero, un primo suyo, le había traído de Jalisco. Los domingos, día de plaza en Coyutla, el pueblo más cercano a su rancho, Rodolfo Herrero paseaba arrogante en su caballo alazán presumiendo sus espuelas plateadas.
Había participado en varias escaramuzas de la revolución, por eso era desconfiado. En épocas de campaña dormía poco, el insomnio era su acompañante más frecuente, se levantaba a hacer la guardia con sus hombres y platicaba con ellos hasta la madrugada. Se acostaba en un lugar y lo hallaban descansando en otro lecho. Fue su escolta personal la que empezó a decir que Rodolfo dormía montado en su caballo aprovechando las largas caminatas a la luz de la luna y el airado aullar de los coyotes.
Esa fama de buen tirador, su valentía en la batallas y la rapidez con la que desenfundaba sus pistola le habían ganado el prestigio y el respeto de su tropa y de todos los hombres de la zona.
Sus andanzas en la sierra de Puebla dejaron honda huella en los serranos porque le gustaba arrasar los pueblos en los que presentaba combate contra los constitucionalistas; Ixtepec, por los rumbos de Caxhuacan, había sido un lugar devorado por las llamas que provocaron las fuerzas de Herrero, quienes demostraban la brutalidad de sus métodos con el fin de mantener el control militar y económico en las zonas donde merodeaban.

domingo, 26 de junio de 2011

Crónicas de viaje: Dama de hierro


DAMA DE HIERRO

La veo.
Imagen largamente acariciada como una A mayúscula.
Siento en los ojos un cosquilleo de piedritas amarillas,
de iracundos gránulos de arena.
Dama de hierro que tiene el don de desafiar ventiscas.
Jirafa atrapada en un lienzo de Dalí.
Cíclope nocturno de mil ojos.
Por la calzada irreverente escucho un susurro entre los árboles:
“Me moriré en París con aguacero.”
Sí, repito, me moriré en París, con un cielo arañado por aviones
e invisibles señales telegráficas rindiéndole honores a su torre.

Miguel Ángel Andrade Rivera

Crónicas de viaje: El Sena


El Sena

Navego por el río Sena como una rama seca atrapada por el pico de unos pájaros.

Siembro en sus márgenes árboles plateados, pinturas lamidas por el sol, músicos de instrumentos endebles, un hormiguero de turistas, puestos de periódicos, edificios de corte napoleónico.

Un viento peregrino, nieto de los deshielos del Mont Blanc, comienza a posesionarse de la tarde.

La lengua anaranjada del sol me dice adiós.

Como un sueño, cruzo los puentes por el lado curvo de sus arcos.

Aquí aparece Notre Dame; allá, asoma su cuello la jirafa de hierro. En el cielo espumoso se perfila el pundonor de Los Inválidos.

Torrente colorido, en esta hora imprecisa de la tarde, vienes huyendo de los pinceles de Manet.


Miguel Ángel Andrade Rivera

Crónicas de viaje: La torre de Pisa


La torre de Pisa

Por Miguel Ángel Andrade Rivera

Luego de dejar Roma abordamos un autobús rumbo a Francia. El paisaje era exquisito: casas blancas, campo verde, rollos de forraje. Un alud de aves se deja caer sobre el trigo maduro. Ante mis ojos se planta un coliseo de árboles. Por la ventana miro como las nubes se transforman en algodones grises que presagian la lluvia. Embajador del trueno, el rayo se anuncia con su hilo iluminado; furioso, el cielo sigue mandando latigazos.
¡Qué difícil escribir con el carro en movimiento! En su asiento, mi madre duerme como una gran señora. Hemos rebasado la barrera de lluvia; los sembradíos de girasoles me recuerdan la excelsa bandera de Brasil.
Hemos llegado a una ciudad renacentista conocida mundialmente. Una mole de mármol de Carrara nos impacta la vista, es un blanco deslumbrante que hiere las pupilas. Ese mármol que fue extraído de la misma cantera con el que construyeron nuestro palacio de Bellas Artes en la época de Porfirio Díaz. Hemos llegado a Pisa, la ciudad que no duerme por estar pendiente de su torre.
Ingresar a su catedral es entrar a otro mundo de colosal arquitectura. Columnas dóricas, arcos romanos, pinturas exquisitas, mosaicos que recuerdan las termas de la Roma imperial, y unos ángeles que miran desafiantes.
Formada por ocho cuerpos que fue creciendo al cielo sostenida por sus arcos romanos la gran torre de Pisa es, quizá, la hija de la milenaria torre de Babel. Inclinada pero no vencida, esta torre que es un pastel de mármol desafía a la gravedad desde tiempos memoriales. ¡Todos queremos tomarnos una foto simulando que detenemos su caída!
Y entonces nos cuentan el rumor: que ahí estuvo, en su cúspide, hace ya muchos años, Galileo Galilei haciendo experimentos con su péndulo. ¡Ver para creer! ¡Vivir para contarlo!

Crónicas de viaje: El sueño de Ícaro


El sueño de Ícaro

Reina la incertidumbre, sólo se oye un estruendo de motores. Habito en el mundo de las aves: tengo alas en lugar de brazos. Allá abajo, la tierra es un invento generoso de los hombres. ¡Gracias Ícaro, por este sueño!!!
Deambulo por un pasillo estrecho esquivando piernas, rodillas abatidas, cien cabezas insomnes.
Qué amanecer tan largo, me duelen los riñones, también me pesa el cuello. A mi derecha, ronca una aeromoza, plena como una moto.
Por algún lado debe surgir el sol en esta planicie de nubes arenadas. ¿Acaso la tierra no es redonda? ¿Esta era la incertidumbre de Cristóbal Colón?
Luego de diez horas de vuelo el piloto aterriza el avión en el aeropuerto de Barajas. Emotivos aplausos rubrican el éxito del viaje.
Querida España: quinientos años después de las tres carabelas te pago la visita.
Madrid se va desdibujando como un toro muerto a la mitad del ruedo. Aletean los campos verdes, cafés, anaranjados. Las montañas se erizan, pululan los caminos por doquier.
Vamos dejando atrás la costa; todo se vuelve azul. Abajo, cruza un avión veloz. Dormita un barco mecido por las olas. Semejando una iguana perezosa se asolea la isla de Mallorca. En la bahía, los barcos son espermas en busca del óvulo perdido.
Avistamos Cerdeña, una turbulencia nos sacude. Por el poniente nos amenaza el sol; el mar se convierte en mantequilla. Emergen tierras italianas: la patria de Leonardo y Miguel Ángel.
Con rayos de espagueti el sol nos da la bienvenida. Una barca de vela sueña peces en el mar exquisito. Inmensidad es una palabra que tiene su origen en el mar.
¡Aterrizamos jubilosos! ¡Estamos en Italia! Un hombre nace en mí y se inclina para besar la tierra…

lunes, 21 de febrero de 2011

Un mantel oloroso a pólvora

Un mantel oloroso a pólvora : Miguel Ángel Andrade Rivera

Los dominios de Rodolfo Herrero

1. La suerte de Elías Álvarez
Delfino extendió un latigazo por encima de las mulas que se confundió con un golpe metálico. El arado se atascó –pensó. Volvió a soltar un golpe de látigo pero las mulas no pudieron avanzar, estaban exhaustas, el arado y el sol de mediodía pesaban igual que una sentencia de muerte. Intrigado, fue a revisar el hierro; éste se había atorado en una argolla de metal. Quiso jalarla para saber qué cosa era, pero su esfuerzo fue en vano. Supersticioso, como todos los de su raza, hizo la señal de la cruz recordando aquella tarde cuando había señalado el arco iris y su abuela le ordenó que se chupara el dedo para evitar la maldición en forma de gangrena; luego desenganchó los animales, los amarró bajo la sombra de unos árboles, después se fue al pueblo para avisar a su compadre.
Se apresuró a cruzar el puente colgante de más de sesenta metros de largo que lo separaba del poblado. Abajo, sonaba el río Necaxa acomodando piedras en su cauce. Las chicharras castigaban el aire con sonidos metálicos. Como dardos calientes los rayos del sol caían sobre la tierra. El día anterior, Delfino había comenzado a trabajar el terreno de “La vega”, propiedad de Elías Álvarez, un rico ganadero de Chicontla. Se había comprometido a terminar pronto la faena, don Elías iba a ser su compadre y no podía fallarle, además estaba ahorrando para celebrar el bautizo de su primogénito nacido el día de la Candelaria. Cuando giró para empezar un nuevo surco se había topado con esa argolla de metal; había avanzado en su tarea, sólo faltaba barbechar el frente de las ruinas donde hacía mucho tiempo se habían levantado unas casas de mampostería. Decían los ancianos que en esa parte del potrero se habían construido las siete casas que dieron origen al nombre del pueblo: Chicontla, del vocablo náhuatl chicome calli, que significaba siete casas.
Por causas desconocidas, el pueblo empezó a formarse del otro lado del río. Las ruinas tenían su historia y Delfino iba pensando, mientras su cuerpo se bamboleaba en el puente, por qué los ancestros habían abandonado esta planicie llena de pasto y árboles de cedro, donde se combinaban el cultivo de maíz, chile y frijol.
Elías Álvarez cepillaba su caballo cuando llegó Delfino, con el alma en la boca le contó lo sucedido; ambos salieron corriendo, el amo en el caballo, el mozo a pie, como era costumbre que lo hicieran los totonacos.
Del surco revuelto emergía un aro de bronce. Elías metió las manos y pudo palpar la redondez de las monedas mezcladas con la tierra pero supo disimular su emoción. Amarrándose un pañuelo en la cara, balbuceó:


−Son unas monedas pero vamos a esperar que se le vayan los malos olores para que no nos haga daño. Si el tesoro no es para nosotros se puede convertir en carbón. ¡Échale un poco de tierra encima y venimos mañana a sacarlo!
−Sí, patrón.
−Le avisaré al cura para que venga a echarle agua bendita.
−Como usté diga.
−No se te ocurra contarle a nadie, ni a tu mujer, me entendiste. Yo te voy a recompensar, vamos a hacer una fiesta para el bautizo de tu hijo.
−Sí, patrón.

Esa noche, armado de pico y pala, Elías Álvarez fue solo a rescatar el tesoro; luego de cavar se dio cuenta que era una paila chica llena de monedas de oro. Se colocó la linterna en la boca, algo sacó de su morral, ahí fue echando las monedas con la delicadeza de un prestamista. Al principio iba contándolas una por una, calculaba su peso, reconocía su redondez, mordisqueó algunas sin saber por qué, pero el temblor de sus manos hizo que perdiera la cuenta. Se levantó acalambrado, desanudó el bulto que había sacado del morral y apagó su lámpara de mano. En la noche esplendorosa se escuchaba cómo alguien arrastraba la tierra con la pala y, a lo lejos, el río acomodando piedras en su cauce.
Desandando el camino de regreso, Elías soportaba el peso de tanta felicidad. Sobre el puente, a la mitad del río, se detuvo un momento, luego se oyó el chasquido de un cuerpo rompiendo la superficie del agua.

Delfino no pudo dormir, se revolcaba en el petate como un gusano herido. Le acercó la pierna a su mujer pero ella estaba en cuarentena, terminó rechazándolo. Soñó con el rey que convertía en oro todo lo que tocaba. Vasos de oro, platos de oro, anillos de oro, peces de oro… Al cantar los gallos despertó sobresaltado ¿Peces de oro? Qué sueño tan raro he tenido. Salió de su jacal, quiso correr hacia el potrero pero se arrepintió y fue directo a la casa de su amo.
−Compadrito, ya es hora.
Abriendo la puerta se asomó don Elías, tenía el dedo índice enfrente de los labios.
−No grites, que vas a despertar a todos. Pasa a sentarte.
−Ya amaneció, compadre, ya es hora de ir a “La vega”.
−Mira, anoche hablé con el padre pero no quiso acompañarnos porque iba a salir a muy temprano a visitar un enfermo, me dijo que eso es cosa del diablo, que él no se mete. Y tú sabes que yo soy respetuoso de la palabra de Dios –dijo levantando la mano como un cura durante su sermón.
−Pero usté dijo que hoy íbamos a…
−Sí, eso dije ayer –contestó interrumpiéndolo, se acomodó en su silla.
−Entonces, ¿qué vamos a hacer?
−Vamos a esperar que regrese el padrecito. Además, con la carrera de ayer me volvieron a molestar las reumas –explicó sobando con sus manos una de sus pantorrillas−. No puedo ni caminar.



−Pero si alguien se da cuenta nos van a ganar…
−Ya te dije que no vamos a hacer nada sin el padre, sin que nos amparemos con su santa presencia.
−Pero yo puedo ir a ver qué pasó –volvió a insistir.
−¡Ah, cómo molestas! No vas a ir a ningún lado sin que yo te lo ordene −dijo levantando la voz−. En este momento vas a la iglesia y ahí esperas al padre hasta que regrese. ¡Entendiste!
−Sí, señor.
−Órale, vete a echar pulgas a otra parte −dijo tomándolo del brazo y lo llevó a la puerta.
Delfino en lugar de ir a la iglesia, fue al potrero, donde habían dejado la razón de su insomnio. Grande fue su sorpresa al llegar al lugar: sólo encontró cenizas sobre tierra revuelta. Todavía con el desconsuelo apretando su garganta regresó al pueblo para dar la noticia.
Le contó lo sucedido a su patrón, quien mientras lo escuchaba seguía con sus labores cotidianas en la tienda: en el lugar donde estaban las monedas sólo vio tierra yerma cubierta de ceniza y unos mechones chamuscados que olían a azufre y las huellas de unos chivos...
−¡Te lo dije! Tú tuviste la culpa por ir solo, pero ya no te preocupes; yo soy hombre de palabra, vamos a celebrar el bautizo de tu hijo.
Don Elías dejó de embolsar los kilos de azúcar que necesitaba, algunas gentes preferían ese endulzante para su café que la tradicional panela extraída de la caña de azúcar. Caminó hacia una habitación contigua; regresó y le extendió a Delfino unos billetes envueltos en papel de estraza. El mozo los recibió con las manos abiertas.
−Vete ya y no le platiques nada a mi comadre; dile que te hice un préstamo para chapear “La Vega”. Con eso cómprale unas naguas y una ropita para el niño.
−Sí, compadre.
−Le vamos a celebrar una fiesta a mi ahijado matando unos marranos. Por los gastos no te preocupes, yo invito.
−Dios se lo pague compadre.
−Ándale, ándale, que te vaya bien. Ya después hacemos cuentas.

A los tres días se celebró una gran fiesta: El bautizo del niño a quien pusieron por nombre Candelario. A la comida fue invitado el general Rodolfo Herrero y su Estado Mayor.

Un mantel oloroso a pólvora

martes, 15 de febrero de 2011

Los gritos del silencio

POSTALES

Un tren de ausencias
embiste al horizonte.

Llanos sin fin.
Montañas almendradas.
Durmientes que sueñan
con caballos de acero.

Avanza una carreta
rechinando sus ejes.
Como luna de octubre
se ilumina la boca de una anciana.

La quietud del campo
es rota por un arado,
verdugo de caballos.

Despacio abochornados
conquistando el camino de regreso
encienden sus pezuñas los borregos.

lunes, 10 de enero de 2011

Los gritos del silencio

Ahora lo sé.
No fue Dios el que inventó la luz
fue tu mirada.

Antes de ti todo era oscuridad.
Noche sin astros.
Oscuridad en blanco y negro.
Campo de oscuridad
donde el sol no florecía.

¿Era, acaso, la luz mi salvación?

Yo no sabía el color de los colores.
Solo el tamaño del limón
lo distinguía de la naranja
y de la mandarina.

El mar era un volcán de ruidos.
¿Cómo saber qué era desierto
qué playa
qué tundra
sino por los espejos de la piel.

Yo me sentía como una piedra
aprisionada entre las piedras.

Ahora lo sé.
De tu mirada, amor,
nació la vida.